Cuando Hannah Arendt escribió su obra más prolífica, a mediados del siglo
XX, jamás hubiera imaginado que aquella caracterización que hiciera de los
totalitarismos más salientes de su época, el nazismo y el stalinismo,
cobrarían formas de legitimación más sofisticadas que la brutalidad con la que
emergieron en la Alemania hitleriana y la Rusia de J. Stalin.
Arendt nos recuerda en su libro “Los orígenes del totalitarismo”,
que estos irrumpieron como una “forma nueva” de la política europea y que
vinieron a “solucionar” aquellos problemas que la sociedad del siglo XIX,
humanista en su expresión más fuertemente marcada, no había podido resolver
bajo ninguna de las formas de gobierno conocidas hasta entonces.
Uno de esos problemas fue el de
las minorías étnicas y religiosas. La “cuestión
judía”, y el problema del reconocimiento de derechos civiles a esta y otras
comunidades asentadas en Alemania, es un claro ejemplo.
Reducidos a la condición de “apatridas” o “parias”, sin estado-nación que les reconozca sus derechos, como
resultado de la crisis provocada en las naciones a raíz de la primera guerra
mundial, el pueblo judío-alemán es condenado al último reducto que se les deja
para vivir: el seno del hogar. En principio porque hay dos categorías
antagónicas que se ponen en juego: el estado,
como espacio de representación de la pluralidad étnica, religiosa y política de
una sociedad y la nación, como ámbito
que supone una homogeneidad étnica, religiosa y cultural. Prevalece la idea de nación y la crisis alienta otro tipo de
expectativas que, a través de los tratados de minorías, no harán otra cosa que
agudizar esas contradicciones. Con este dispositivo
en marcha, algunos podrán vivir bajo la ley
de excepción o bien en la ilegalidad. Y es allí donde empieza a construirse
un nuevo sujeto político: el superfluo,
el que está demás. Gentes de las cuales el estado, evidentemente, puede
prescindir porque “no hay nadie que
reclame por ellas”.
“La solución final”, ensayada por el nazismo entre 1939 y 1945, será
la vía legitimada para la resolución de aquellos conflictos heredados del siglo XIX y que emergerá como una alternativa aceptada por el conjunto de la
sociedad de entonces.
Qué sucedió con esa herencia para
que un personaje como Hitler, o Stalin, llegaran a la cúspide del poder bajo
formas violentas del ejercicio del mismo. En principio, en el diagnóstico,
coinciden la gran mayoría de los pensadores del siglo XX: el fin de la “Belle
Époque” y el inicio de una etapa que pondrá en crisis los postulados de la
modernidad y de la cultura europea occidental.
Pero fundamentalmente porque
están dadas las condiciones de posibilidad para que emerjan, en el seno de las
mismas, experiencias como el nazismo, que no harán otra cosa que expresar los
rasgos de una sociedad en la cual el totalitarismo ya estaba presente. Hitler no descubre nada nuevo, solo
corre el velo que oculta la mirada de una sociedad que cree posible en la
eliminación física del otro para
resolver los problemas sociales. Hitler
será la formulación política de esa experiencia, funesta para la condición humana. La muerte, o el
asesinato colectivo, están presentes en el pensamiento de la gente.
Cuando una sociedad comienza a
construir “significantes” del tipo “ñoqui”, “planero”, “vago”,
cargados de un sentido profundamente peyorativo, y empieza a sobrevolar en el
pensamiento cotidiano la idea de la marginación social, la enajenación de
derechos fundamentales, como formas de solucionar un problema que supuestamente
ha sido visibilizado en toda su dimensión, ¿a cuánto tiempo está una sociedad
de dar ese salto al vacío que dieron otras sociedades en el Siglo XX? ¿Cuánto
de la condición humana propia, y cuánto de la condición humana del otro, es
despojada del sujeto? ¿Es posible que la sociedad argentina se encamine hacia
un totalitarismo de nuevo tipo?
Desde que el presidente Macri
asumiera su cargo como presidente de la nación, no ha cejado de plasmar las
pocas iniciativas políticas emanadas de su gobierno por medio de Decretos de
Necesidad y urgencia (DNU). Los mismos, sin entrar en detalles respecto de su
naturaleza, fueron tomados sin que mediara ninguna urgencia y mucho menos una
necesidad. Lo ha hecho con un simple trámite administrativa y obviando cualquier
intervención del Congreso de la Nación, que es el órgano natural por medio del
cual se expresa el conjunto de la sociedad. Lo curioso del caso es que esta
ofensiva, que va en contra del sentido más elemental del sistema democrático,
obtuvo el respaldo de la gente en foros y redes sociales.
Con cierto goce, las medidas
regresivas que atentan contra el ingreso de los trabajadores fueron aceptadas
de manera a-crítica por muchos de los
propios perjudicados. Gente cuyo único ingreso familiar es su fuente de
trabajo, asiste al comienzo de un nuevo derrotero político como si fuera una
verdadera fiesta. En ese marco las manifestaciones de los adherentes al
Presidente Macri, expresan su satisfacción por los despidos de los trabajadores
estatales a los que han reducido al estatuto de “parásito del estado”. Como si
fueran “parias urbanos”, son descalificados por los gobiernos nacional,
provincial y los municipales. No hay posibilidades de defensa ante la infamia,
ante el estigma con el cual son marcados. Una suerte de cerco informativo
impide que la profundidad del problema tenga la visibilidad que merece. En el
fondo, como sedimentado por el paso del tiempo, descansa un rechazo más profundo:
¿Es acaso un deseo de venganza? ¿Y si fuera así ante qué o en respuesta a qué?
Arendt, en base a la experiencia vivida por los pueblos de la Europa
durante la primera mitad del siglo XX, nos indica el camino que no debemos
seguir. Dimensionar el marco en el que se inscribe la disputa que atraviesa a
la argentina de arriba abajo, debe ser nuestro compromiso, si es que no
queremos avanzar hacia el totalitarismo.
0 Comentarios