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Las soledades de Artemio

Corre y corre Artemio, corre como loco hacia adelante. Salta bien alto esos charcos por los que transita para ir a la escuela; esquiva los trozos de escombros que los vecinos a duras penas pusieron en el sendero que hace las veces de una vereda desalineada que se pierde a lo lejos. Desearía ese chiquilín, de apenas nueve años, quedar suspendido eternamente en el aire, pero no puede; cae una y otra vez entre esos trozos de piedras demolidas y bajo una lluvia espesa que se cierra sobre su frente como una cortina traslúcida. Así anda y lo recuerda después de 33 años como si fuera hoy. Tiene presente, Artemio, esa imagen del chico que fue, pero que dejó de ser en esas soledades chiquilinas en las que el sendero le indicaba que hacia adelante estaba eso que él buscaba como el sentido mismo de las cosas. Traza un paralelismo entre las vueltas que da a esa pista de atletismo desconocida, pero que lo remite a esa experiencia liberadora que una y otra vez repite cada vez que empieza a correr para adelante. Quisiera no detenerse nunca más. Correr infinitamente, en un movimiento del cuerpo y en un disfrute de la vida. Ahora lo comprende: el correr en las soledades es tan solo un “significante” de un “significado” mucho más profundo que ese camino que, de pequeño, se extendía hacia adelante. Comprende ahora, de adulto, que la soledad del correr es la metáfora de su vida; un “significado” que no elige, que se le vino encima como una carga a la que no puede, ni debe, rehusarse, y que no es más que las soledades eternas de aquellas mañanas, y noches, que lo obligaron a apilar en el hemisferio más inaccesible de su cabeza sus experiencias más dolorosas. Nadie entra en ese rincón; la entrada está vedada, clausurada; hace rato que Artemio le puso un cerrojo para vivir en la soledad extrema. Artemio el hermético, el negador; el que busca por la hendija ese rayito de luz que lo saque del “ostracismo” en el que lo sumerge su pensamiento. Vibra, a veces, cuando cree que encontró el sendero que el tiempo sepultó. Busca en ese cielo nuevo las reminiscencias de ese otro cielo que lo abrigó durante años. La pista no es sinuosa, y lo mece placenteramente cuando da vueltas y vueltas buscando en la nada la nada misma. Es como abrir esa cortina que en las tardes se cierra para no dejar entrar la luz que necesita. Reniega del encierro, pues prefiere sumergirse entre el gentío, entre lo desconocido y en el “anonimato” más “profuso”, no vaya a ser cosa que alguien le pregunte por su vida, o por ese “anonimato profuso” que ahora se le revela como un oxímoron (contradicción) o como un fallido que ahora quiere comprender.

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