Tanto Ludwig Wittgenstein como Charles
Sanders Peirce, llevan adelante el
intento de desarrollar un programa filosófico o una teoría del conocimiento
desde una perspectiva crítica del modelo cartesiano.
Sin embargo, hay diferencias que los
sitúan en grados distintos respecto de
la radicalidad de sus planteos y de las
críticas al programa racionalista, que fuera fundado a partir de la duda y el
escepticismo.
En principio Wittgenstein
desarrollará su teoría situando los problemas del conocimiento y la
certeza en los juegos del lenguaje y
rechazando la duda metódica. En efecto, nos estamos refiriendo al segundo
Wittgenstein, aquel filósofo que desarrollara su primer proyecto en el
Tractatus Lógico Philosophicus de 1922, sino al segundo Wittgenstein, el de las
Investigaciones Filosóficas y de Sobre la Certeza.
En cambio Pierce admitirá como
posible aceptar la duda, siempre y cuando ella sea útil a los fines de
justificar un cambio en nuestras creencias verdaderas, pero sin interesarse por
“las dudas de papel”, es decir por la duda filosófica que guía el espíritu de
la tradición escéptica y cartesiana y que aparece con cierta regularidad en
esta disciplina.
Quizás el punto de encuentro de ambos
filósofos, sea aquella idea que demuestra que el escéptico, en la formulación
misma de su duda, presupone lo que niega. Wittgenstein lo dirá del siguiente
modo: “Si se intentara dudar de todo, no se llegaría a dudar de nada. El juego
de mismo de la duda presupone certeza”.
Descartes desarrollará su programa a
partir de la duda metódica y con ella intentará llegar al conocimiento claro y
distinto, es decir a la certeza de aquel conocimiento del cual ya no puede
dudar. Es así como se constituirá en “la
cosa que piensa” y apelará primero al artilugio del genio maligno y luego a
Dios para fortalecer su hipótesis y su proyecto filosófico.
La imposibilidad del lenguaje privado como fundamento del conocimiento
Wittgenstein, a partir del análisis
del significado de las palabras, inscritas éstas en un juego del lenguaje,
intentará demostrar las debilidades del programa cartesiano determinando qué es
lo que se puede y no se puede decir con el lenguaje.
Ahí reside una de sus radicalidades y
en la idea de que no existe un “lenguaje privado”, del modo como lo plantea el
cartesianismo contemporáneo, que nos pueda explicar la posibilidad de tener un
acceso directo y privilegiado a nuestras representaciones mentales. Es decir,
solo yo puedo ver mi representación mental de los datos sensibles: la idea de
que la intensidad u opacidad de un objeto o de las percepciones son
individuales. El libro que veo en la mesa, las sensaciones que me provoca un
amanecer, las impresiones que tengo cuando viajo en un tren abarrotado de
pasajeros en horas tempranas, son representaciones mentales intransferibles y
distintas a las del resto de las personas que vivencian conmigo esa misma
experiencia.
Si existe un “lenguaje privado”, este
está sujeto a reglas. Pero ocurre que si es privado solo yo conozco esas
reglas. Y si esas reglas solo las conozco yo, no hay posibilidad alguna de que
me equivoque. Y si no me equivoco porque nadie más que yo conoce esas reglas,
la idea de un lenguaje privado sujeto a reglas que sólo yo conozco no tiene
sentido, puesto que para que existan reglas, en este caso gramaticales, se
necesitan al menos dos personas con las que cotejar si esas reglas se cumplen o
no. Y si ello es así, fundar una teoría del conocimiento a partir de
representaciones privadas, o de imágenes, ideas y percepciones que solo yo
puedo dimensionar en forma privada es ininteligible.
Descartes, y los filósofos que lo
siguieron en su programa de investigación, en el afán de defenderse de los
cuestionamientos del escepticismo, buscaron certezas en el conocimiento claro y
distinto y en la idea de la existencia de un lenguaje privado, sin advertir que
el lenguaje nos es privado, que es constitutivo y se constituye en lo social
(en una trama de relaciones sociales), que está sujeto a reglas y que esas
reglas si no son del todo cumplidas puede tender trampas en su uso.
La distinción entre la duda y la certeza
En su teoría del conocimiento
Wittgenstein sostiene que no se puede dudar de todo. Y ello es claro, porque si
fuera posible dudar de todo no existiría la posibilidad no solo de acceder a
conocimiento alguno -la circularidad del planteo escéptico es que se busca
permanentemente oponer la duda a cualquier conocimiento posible, forzando de
este modo a un hipotético interlocutor a dar permanentemente respuestas a las
dudas-, sino a movernos con normalidad en la vida cotidiana: dudaría que me he
levantado para trabajar a las cinco de la mañana, que el tren que tomo a las
seis de la mañana en la estación de Moreno no es en realidad el de las seis,
que la gente que me acompaña solo es producto de mi imaginación, entre otras
fantasías.
Rene Descartes |
Sin embargo esta actividad de la vida
cotidiana, sin ser ella un conocimiento claro y distinto, no constituye
conocimiento pero sí certezas. ¿Por qué razón?, porque hay creencias que no
necesariamente deben estar sometidos al razonamiento lógico, sino que son la
base fundante sobre las cuales la duda no tiene sentido y sobre las que no
tiene razón de ser el forzar una discusión de carácter cognoscitivo.
La razón es simple y su argumento es
el siguiente: para que sea posible un cuerpo de conocimientos debe ser
necesario la existencia de creencias de las cuales no dudamos. Por ejemplo que
los instrumentos con los que contamos, un lápiz y un papel, son efectivamente
un lápiz y un papel, que la computadora con la cual escribimos la monografía
para la Materia “Seminario de Historia de la Filosofía II” de la Licenciatura
en Filosofía de la UNTREF es una computadora, que el lenguaje que utilizamos para
comunicarnos es inteligible o simplemente que tenemos un cuerpo que no vas a
posibilitar todos los días realizar nuestra vida diaria. Estas creencias,
entiende Wittgenstein, no constituyen en sí conocimiento sino que son certezas
legitimadas por su uso que cumplen una función diferente al resto de nuestras
creencias[1].
Wittgenstein dirá, que buscar una “justificación” para garantizar que creencias
tan elementales son conocimiento, no tiene sentido.
La filosofía y el problema del lenguaje
Una de las principales dificultades
que la tradición analítica de la filosofía del lenguaje no advirtió en sus
inicios, pero que Wittgenstein años después puso en discusión, fue el de las
funciones del lenguaje. En sus inicios, y como miembro del denominado Círculo
de Viena, Wittgenstein adhirió a la idea de que la única función del lenguaje
era describir la realidad a través de sus enunciados y proposiciones.
Sin embargo años más tarde revisará
sus planteos originales, expresados en los parágrafos del Tractatus Lógico
Philosophicus, para comenzar a trabajar en la dimensión pragmática del uso de
las palabras. Pensará entonces al lenguaje como una herramienta y a las
palabras con funciones que se ubican en un contexto determinado y en el marco
de un juego de lenguaje que establecen los usuarios del mismo.
La ruptura es clara, hay dos
dimensiones en el uso del lenguaje: una para comunicarnos con nuestros pares y
otra filosófica, que es la utilizada en forma descontextualizada. La primera es
la que nos permite movernos sin la necesidad de acudir a la duda metódica o sin
sentir que ésta nos asalta por sorpresa a cada momento; la segunda,
insustancial respecto del contexto en el que su utiliza. Es decir aséptica.
El formalismo del lenguaje choca
entonces con su empleo diario o natural, por no haber advertido las diferencias
en su uso: por ejemplo la afirmación “yo sé” se ubica entre estas dos
dimensiones, según se use en el lenguaje coloquial o en el marco de la
construcción de una proposición de carácter empírica. Las diferencias semánticas
son las que nos pueden dar cuenta de su empleo en el sistema general del
lenguaje y las que ponen en jaque el programa cartesiano, puesto que nunca yo podría dudar de las manos con las que
escribo en mi teclado la monografía para esta materia. Simplemente me siento y
escribo. Se trata de una certeza que me permite realizar el trabajo, de lo
contrario todavía estaría elucubrando teorías para llegar a un conocimiento
claro y distinto y poder avanzar en la redacción de la misma.
En ese sentido Alejandro Tomasini
Bassols asegura que:
“(…) una
afirmación filosófica es en general una afirmación completamente
descontextualizada. No sirve para decir nada concreto, nada con una posible
línea de acción.”[2]
Por eso no tendría sentido que al
esperar el tren de las seis de la mañana en la estación oeste de Moreno, yo
utilizara la duda metódica para cuestionar si es o no la estación, si es o no
el horario preciso o si en realidad el tren saldrá o no de ese lugar. Todos
tienen la certeza de que es la hora y el lugar indicado para tomar el tren que
nos llevara camino al centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Ahora bien, ¿por qué funciona así? Al
respecto Tomasini Bassols nos dice que:
“(…) La
Humanidad en su conjunto va construyendo una, por así decirlo, invisible
estructura proposicional, la cual es perfectamente objetiva y no mutable, pero
básicamente fija o estable. Todos los hablantes la dan por sentado, la asumen
sin cuestionar, puesto que dicha estructura es el fundamento de la
significatividad de muchas de sus aseveraciones y de su potencial
conocimiento.”[3]
Wittgenstein nos refuerza esta idea
al recordarnos que “cuando empezamos a creer algo, lo que creemos no es una
proposición aislada, sino todo un sistema de proposiciones”[4].
Lo mismo ocurre con el concepto de
“duda” y “certeza”, dos ideas de fuerte raigambre cartesiana. Si se las ubica
fuera del contexto de los juegos de lenguaje, es muy posible confundir su
sentido. Dudamos, para el caso, a la hora de llevar adelante una acción.
El tren que tomo a las seis de la
mañana se ha retrasado en llegar desde la estación Castelar a Moreno y debo
decidir si espero o tomo un colectivo, luego de hacer un cálculo del tiempo
posible que me demandará uno y otro medio de transporte en esas circunstancias.
Ahora no solo me asalta la duda cartesiana respecto del tiempo posible del
viaje, porque no tengo ninguna certeza respecto de los horarios, sino que me
asiste la crítica del razonamiento puro kantiana. No hay ningún juicio
necesario y universal que yo pueda hacer sobre el resultado del viaje, sino un
juicio fundado en las particularidades y contingencias del caso.
Mi duda refiere entonces a las
posibilidades de optar por el medio que me llevará más pronto al trabajo. Es
decir sobre una acción que debo tomar. Funciona como una eventualidad y no como
la regla que debo seguir. ¿Para qué dudar si sé, y tengo la certeza, de que el
tren llegará a horario? Salvo que los empleados de la línea Sarmiento informen
lo contrario, no resulta genuino el planteo de la duda en tales circunstancias.
Tomasini Bassols, que desarrolla su
investigación citando a Wittgenstein, sostiene que:
“El escéptico
dice que duda pero no duda, sino que mal emplea el concepto de duda. Lo más que
podríamos concederle al escéptico es que él cree que duda. Pero obviamente esto
no basta para sus objetivos. La expresión
verbal de la genuina duda tiene que corresponder a un no saber cómo
actuar”.[5]
En su radicalismo anticartesiano,
Wittgenstein irá mucho más allá al señalar que la duda escéptica es enteramente
gratuita, sino que de hecho es imposible, es decir inimaginable. “Si mi amigo
imaginara un día que vivió durante mucho tiempo en tal y cual lugar, yo no
llamaría a esto un error, sino más bien una perturbación mental, quizás una
pasajera.”[6]
Si no hay dudas, entonces hay
certezas. Si no necesito implementar la duda, como método para desenvolverme en
una trama de relaciones sociales y de acciones, entonces tengo certezas.
La pertinencia de la duda en Peirce
Charles Sanders Peirce |
Charles Sanders Peirce es a
diferencia de Wittgenstein el menos radical de los dos filósofos, respecto de
la presencia de la duda en el desarrollo de la teoría del conocimiento. Ello queda plasmado en un modelo de
investigación que ha sido denominado por la tradición peirciana como “modelo
creencia duda” y que sostiene que sólo los cambios de creencias deben ser
justificados.
Si para Wittgenstein la duda es
imposible e inimaginable, para Peirce la
duda, ante una proposición que es considerada verdadera, solo es pertinente
cuando surge un conflicto que obliga a modificar aquellas verdades que fueron
establecidas previamente[7]. En ese sentido, Wittgenstein conserva menos
rasgos cartesianos y plantea el desarrollo de un programa de investigación
mucho más crítico, más drástico y efectivo, a diferencia de Peirce.
Para el proyecto filosófico de Peirce,
la duda, tal y como lo plantea el escepticismo cartesiano, no cuenta como
conflicto verdadero. Por eso es aceptada en la medida en que la misma, sirve
para revisar y modificar el sistema de creencias.
Si vale el ejemplo, y es una crítica
que desde perspectivas políticas de izquierda o progresistas se le ha hecho
históricamente al pragmatismo, es una suerte de antidogmatismo frente a
determinadas doctrinas de la filosofía política como el marxismo o el conservadurismo,
pues desde el pragmatismo cualquier giro en el orden de lo político podría
estar justificado a partir de la necesidad de modificar las verdades previas
según el contexto histórico, político y social. En la argentina el Peronismo,
cuya doctrina política se inscribe en la idea de una tercera posición frente al
marxismo (en sus distintas vertientes) y los partidos conservadores, provocó a
comienzos de la década de 1990 un giro en su política tan drástico que terminó
aliándose con los partidos más tradicionales del país. Incluso con aquellas tendencias
políticas que habían contribuido a su derrocamiento en el año 1955. El giro
había sido justificado a partir de la proclama de una supuesta muerte de las
ideologías y un evidente fin de la historia, fundada en la tesis del teórico
norteamericano de origen japonés Francis Fukuyama[8].
Al respecto John Dewey diría: “lo
verdadero tiene que ver con lo que está justificado creer”[9].
“Así no hay
posibilidades de fundar compromisos estables, ya que «lo verdadero» se
circunscribe, en última instancia, con un sistema de creencias y supuestos que
confirman de algún modo aceptable la verdad (como término indefinido y autoevidente)
de algo”.[10]
Pero además de la pertinencia de la
duda, cuando es necesario apelar a ella, para Peirce la duda tiene aspectos
positivos. Ella genera en el hombre un estado de incomodidad, a diferencia del
estado de creencia, que nos permite pasar a la acción hasta que la duda es
destruida o superada. Esa irritación provocada por la duda, implica un esfuerzo
por llegar al estado de creencia, que es un estado de calma y satisfacción. Una
duda que debe ser “real” y “vital”, no “ociosa”. A este esfuerzo Peirce lo
llama investigación, aunque no considera a la misma el concepto más apto para
dar cuenta del problema[11].
Por eso Peirce señala la necesidad de
ingresar en el camino de la filosofía con todos los prejuicios que tenemos y no
con una “duda completa”. Hay cosas sobre las que no se nos ocurre que pueden
ser cuestionadas a través de la duda metódica, por ejemplo que el sol sale por
el este y se oculta por el oeste. Solo dudamos de esta creencia cuando
aprendemos, en base a la investigación científica, que en realidad se trata de
un fenómeno de rotación de la tierra que se cumple cada 24 horas. Hay en ese
caso, a decir de Peirce, una razón positiva para dudar y que no es el resultado
de la utilización de la duda metódica en la vida cotidiana[12].
Para los programas de investigación
de orientación peirciana, el método “creencia-duda”, debería ser utilizado por
la epistemología para ocuparse de explicar en qué momento un cambio de
creencias es legítimo.
Para el caso del sol naciente y el poniente,
la información sólo entra en conflicto cuando la ciencia nos explica que este
fenómeno que percibimos como un movimiento del sol, es en realidad un fenómeno
de rotación de la tierra sobre su propio eje. Lo que implica modificar nuestra
información previa, almacenada, eliminando algunos de sus elementos y
modificándolos de manera racional[13].
Ello no implica una negación o vuelta a la creencia de sentido común, toda vez
que cuando se inicia y termina la jornada nuestras reflexiones no giran en
torno al cumplimiento de las 24 horas del día, sino a que el día acabó lisa y
llanamente. O en aquel caso en el que viajamos por una ruta orientados por el
movimiento del sol y su relación con los puntos cardinales: si necesitamos ir
hacia el norte en horas de la tarde, nuestra creencia (información almacenada)
nos dice que el sol va a ubicarse en el costado izquierdo de nuestro automóvil y
no del lado derecho. Si fuera el caso contrario, entonces habríamos girado y
viajaríamos equivocadamente en sentido al sur. El sentido común, en estos
casos, sirve como una guía en la vida práctica y no necesitamos apelar a la
certeza científica para poder orientarnos y dar toda una serie de explicaciones
respecto de los horarios y movimientos de la tierra. Aunque si hemos perdido el
camino y el sol efectivamente se ubica en el costado contrario, Peirce deja la
puerta abierta para que la duda cartesiana nos asalte y modifique nuestras
creencias previas.
Una anécdota a modo de conclusión
Hay una frase poco feliz, que nos
recuerda a un poco feliz militar argentino, devenido luego en dirigente
político de alcance nacional, Aldo Rico, quien en un programa de televisión,
que conducía en la década de 1990 el extinto periodista Bernardo Neustadt,
disparó la siguiente frase: “Yo no dudo, los soldados no dudan. La duda es una
jactancia de los intelectuales”.
Rico, quien había combatido en
Malvinas y había conspirado en democracia contra el presidente Raúl Alfonsín en
el otoño de 1987, declaraba con crudeza lo que implicaba para sí, el tener que resolver
en determinadas situaciones límites: si dudo muero en combate, no hay tiempo
para la duda cartesiana ante la posibilidad de la muerte. Lo que Rico sugería,
en un tiro por elevación a los hombres de ciencia, es que en el marco de la
acción dejaba las dudas para los hombres de sillón.
Sin embargo, Rico no sospechaba, por
error u omisión, que con sus consideraciones estaba a mitad de camino entre
Wittgenstein y Peirce.
Siguiendo a Wittgenstein -quien también
había combatido en un campo de batalla-, Rico desechaba la duda porque la
consideraba inútil en el frente de batalla, en la acción más inmediata, obviando
que esa duda, que sí acepta Peirce en determinadas ocasiones, es la que irrumpe
a la hora de modificar los planes para el curso de una guerra. De hecho la
hipótesis inicial de los militares argentinos, era que Inglaterra nunca iba a
embarcarse en una guerra que implicaba un despliegue extraordinario en el
extremo sur del mundo, por sólo una porción de tierra. Los acontecimientos
demostraron lo contrario.
Tanto Wittgenstein como Peirce, nos
dejan el camino abierto para poder hacer uso de sus programas de investigación
en nuestra vida cotidiana. No es necesario forzar la duda al extremo, como lo
propone el programa cartesiano, ya que esta muchas veces se inscribe en los
juegos del lenguaje, como lo sostiene Wittgenstein, pero tampoco es necesario
descartarla para el desarrollo de nuestras actividades, ya que la duda, como lo
propone Peirce tiene sentido cuando nos
vemos obligados a revisar y justificar nuestro sistema de creencias o nuestras
creencias previas. En todo caso, lo que viene después, y ello dependerá del
campo disciplinar en el que este tipo de discusiones surja, es el dilema ético
o moral. Pero eso, es tarea pendiente para otro trabajo.
[1] Alejandro
Tomasini Bassols, Teoría del conocimiento clásica y epistemológica wittgensteiniana,
México Plaza y Valdés, 2001, p 4, apunte de cátedra Seminario de Filosofía II,
UNTREF, 2016.
[2]
Alejandro Tomasini Bassols, Teoría del conocimiento clásica y epistemológica
wittgensteiniana, México Plaza y Valdés, 2001, pp. 247-267, apunte de cátedra
Seminario de Filosofía II, UNTREF, 2016.
[3]
Idem cita anterior.
[4]
L. Wittgenstein, Ibid., Sec. 141.
[5]
Alejandro Tomasini Bassols, Teoría del conocimiento clásica y epistemológica
wittgensteiniana, México Plaza y Valdés, 2001, pp. 247-267, apunte de cátedra
Seminario de Filosofía II, UNTREF, 2016.
[6]
L. Wittgenstein, citado por Alejandro Tomasini Bassols, apunte de cátedra
Seminario de Filosofía II, UNTREF, 2016.
[7]
Seminario de Historia de la Filosofía II, Problemas de la teoría del conocimiento,
Teorías Falibilistas sobre el conocimiento, Apunte de Cátedra, pag. 3, UNTREF año
2016.
[8]
Pablo Alonso González, “Francis Fukuyama y el fin de la Historia, Investigación
y análisis crítico”, Pag. 79, Editorial Davinci, año 2010 en :http://www.academia.edu/361960/Francis_Fukuyama_y_el_fin_de_la_historia_investigaci%C3%B3n_y_an%C3%A1lisis_cr%C3%ADtico
[9]
Lic. Gonzálo García Vilá, Política,
democracia y pragmatismo en la filosofía de John Dewey, Pag. 4, en dirección
electrónica http://www.saap.org.ar/esp/docs-congresos/congresos-saap/VII/programa/paneles/a/a6/garcia-vila.pdf
[10]
Ídem cita anterior.
[11]
Charles Peirce, “El establecimiento de la creencia”, en [11]
Seminario de Historia de la Filosofía II, Problemas de la teoría del
conocimiento, Teorías Falibilistas sobre el conocimiento, Apunte de Cátedra,
pag.7, UNTREF año 2016.
[12]
Charles Peirce, “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, en Seminario de Historia de la Filosofía II,
Problemas de la teoría del conocimiento, Teorías Falibilistas sobre el
conocimiento, Apunte de Cátedra, pag. 9, 10, UNTREF año 2016.
[13]
“La justificación del cambio epistémico como método”, en Seminario de Historia de la Filosofía II,
Problemas de la teoría del conocimiento, Teorías Falibilistas sobre el
conocimiento, Apunte de Cátedra, pag. 12, 13 UNTREF año 2016.
1 Comentarios
Muy bueno !!!
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