A modo de hipótesis
No hay conocimiento posible si este
no está fundado en la experiencia, pues no existen certezas de que podamos
alcanzarlo ya que la naturaleza humana, por medio de la razón, encuentra
limitaciones para ello. Es por eso que el escepticismo de Hume se hace evidente
en su argumento filosófico, como una respuesta al intento racionalista de
fundamentar que las condiciones de posibilidad del conocimiento están guiadas por
la razón, como único camino que nos conduce al conocimiento claro y distinto,
que es aquel sobre el cual, según el desarrollo de la teoría de Descartes, se puede tener certezas.
Si ello es así, entonces Hume habría
caído en el escepticismo radical, es decir en una posición en la que ya no es
posible hacer filosofía, puesto que allí afuera, en el mundo externo, no existen objetos sino que el
hombre tiene percepciones en su mente, es decir impresiones e ideas de objetos
externos. Este es quizás uno de los aspectos más reconocible en el programa
filosófico de Hume, aquel que lo destaca como un digno exponente del empirismo
moderno, por sus posiciones respecto de las posibilidades de conocer solo a
partir de la experiencia.
Sin embargo, el propio Hume deja
abierta la posibilidad de que su escepticismo radical, sea revisado desde una
perspectiva histórica que lo ubica, dentro del escenario de la filosofía
moderna, como un filósofo “naturalista”; a saber, por dos razones distintas: por
un lado ser un defensor de la razonabilidad de las creencias “naturales” e
“instintivas”, que son el resultado de las costumbres y por el otro por ser un
pensador en el que el criterio de razonabilidad queda separado de lo “natural”
e “instintivo”. Aunque en este último caso sería un defensor de su utilidad en
la vida cotidiana.
El naturalismo en Hume
Este último aspecto resulta por demás
tentador en el programa de Hume: es decir que su “naturalismo” más firme desde
el punto de vista argumental sería aquel que señala que el hombre es parte de
la naturaleza y como tal debería ser explicado a partir del orden causal de la
propia naturaleza. Ahora bien, qué explicación se le puede dar a este orden
causal, si es que Hume en su escepticismo pirroniano cree que la razón se
encuentra limitada para esa búsqueda. Pues bien, Hume entiende que no hay
racionalmente un concepto de causa que nos permita inferir un efecto, porque no
hay una relación lógica entre la causa y efecto, sino el hábito que se
constituye a partir de la experimentación y repetición de un acontecimiento. Es
el hábito el que nos permite establecer una relación de conexión necesaria
entre una causa y un efecto y no la razón. Las causas de un acontecimiento, que
no se pueden experimentar con antelación, no pueden ser extraídas previamente.
Sería arriesgado anticipar que algo va a ocurrir como consecuencia de una
determinada causa de la cual desconocemos su origen. Por el contrario es
después de determinado efecto que, incluso, podemos arriesgar el origen o la
causa que lo ha provocado. Podemos ausentarnos, por ejemplo, durante varios
días de nuestro hogar y al regresar a él encontrarnos con que el techo de
nuestra vivienda literalmente ha sido arrancado. No es hasta que alguien, un
testigo del hecho, nos confirma que un tornado ha pasado por el lugar, que
creemos que la causa del desprendimiento del mismo fue el fuerte viento que
azotó el lugar. Antes bien podemos tener distintas hipótesis al respecto, pero
no la certeza. Por ejemplo que un vecino fuera de sí, y por alguna razón que
desconozco, presa de su ira se subió al techo de mi casa y arrancó las chapas
una por una. En este caso, Hume afirmaría que: “Ninguno de nuestros
razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para esta
preferencia”. En ese sentido, si el hombre debe ser explicado a partir del
orden causal de la propia naturaleza estamos en condiciones de decir que
tampoco lo podemos conocer “a priori” y que su comportamiento ético, moral y
político solo podría ser comprendido a partir de la experiencia que tenemos en
la interacción con otros hombres y que nunca podemos esperar con certezas
determinados comportamientos. Si no, no podríamos explicar por qué razón muchas
veces nos sentimos defraudados en nuestros sentimientos cuando el “otro” hace
cosas inesperadas y que afectan a nuestras expectativas.
La perspectiva naturalista de Hume,
justifica en cierto modo la necesidad de que el hombre en su estado de
naturaleza, o como parte de una de las tantas especies de la vida animal, se
vea obligado a regirse en sociedad por códigos éticos, normas morales y jurídicas
que puedan sancionar su comportamiento cuando se desvía de las mismas o bien
deba fijar límites para su ordenamiento social. Es su naturaleza imprevisible,
o acaso la imposibilidad de comprender los principios últimos que guían su
conducta, lo que fija la necesidad de contar con un sistema de penas que ordene
su conducta y lo convierta en un ser previsible en sus acciones. Este
ordenamiento, es claro, no es el resultado de la razón sino el emergente de la
experiencia. No es “a priori” que podemos garantizar que los hombres no se
maten unos a otros en su lucha por la supervivencia, sino “a posterior” y como
resultado de la experiencia. Algunos filósofos, es el caso de Hobbes, repensaron
la figura del Leviatán, otras formas de organización social pensaron en la
implementación de la ley del incesto. Cualesquiera sean los ejemplos, si bien
la razón elabora distintos argumentos respecto del resultado de determinadas
conductas, es con la ayuda de la experiencia que el hombre podrá tomar
decisiones en relación a las mismas.
De la claridad y distinción a las cuestiones de hecho
Immanuel Kant |
Hume, sin embargo acepta que puede
existir un conocimiento claro y distinto a la manera de la tesis
cartesiana, al sostener que hay determinadas ideas, como las proposiciones
matemáticas, que pueden ser elaboradas por la mente “a priori”, al modo de las posiciones de Kant, es decir
independientemente de que existan o no en el mundo formulaciones del tipo 2 + 2
es = 4. Aunque no haya objetos en el
mundo que nos pueden dar como resultado esta suma, nuestro pensamiento puede
tener la certeza de que es una idea evidente y que no hay contradicción en este
tipo de juicio en el pensamiento.
Aunque señalará como principio
general que todo conocimiento en las “cuestiones de hecho”, estará fundado en
una relación de causa y efecto, que solo es posible conocer a partir de la
experiencia. Hume dice:
“Ningún objeto revela por las
cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los
efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la
experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones
de hecho”.[1]
Hume nos dice aquí que es a partir de
la experiencia que podemos saber que si soltamos el vaso de agua que tenemos en
la mano, indefectiblemente caerá hacia el piso. Para poder inferir este
acontecimiento es necesario haber experimentado antes este fenómeno.
Es imprescindible tener en cuenta
esta consideración humeana, pues es una distinción que indica que el
conocimiento de la relación causa y efecto de las cuestiones de hecho solo pueden ser fundadas, para utilizar una
definición kantiana, a posterior. Y
es ese conocimiento a posteriori el
que nos permite inferir, por ejemplo, que cada vez que mi mano libere el vaso
de agua, el mismo caerá al piso.
Ahora bien, esa relación de causa y
efecto nunca podría haber sido inferida a
priori si este estudiante de filosofía de la UNTREF, no hubiera
experimentado esa cuestión de hecho en algún momento de su vida por primera vez.
Nada hubiera garantizado a mi razón, que ese hecho hubiera ocurrido de ese modo
o de otro si no lo hubiera experimentado antes.
Hume si bien no desecha el
conocimiento a priori, destaca su importancia como herramientas para contribuir
a la comprensión de las causas que motivan determinados efectos en esa
relación. Aunque considera que el mismo no nos permite alcanzar las causas
últimas:
“La Geometría nos asiste en la
aplicación de esta ley, al darnos las medidas precisas de todas las partes y
figuras que pueden componer cualquier clase de máquina, pero, de todas formas,
el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los
pensamientos abstractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso más a su
conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos meramente un objeto o
causa, tal como aparece a la mente, independientemente de cualquier
observación, nunca puede sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es
su efecto, ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable e inviolable
entre ellos”[2].
Las tensiones entre naturalismo y escepticismo
Hume pondrá de manifiesto esta
tensión entre la interpretación “naturalista” de su obra y su escepticismo
frente a los procedimientos de la razón. Para Hume no hay posibilidades de
acceder a conclusiones definitivas sobre las cuestiones de hecho a través de la
razón, ya que si esto fuera posible estas conclusiones serían “perfectas” y
serían aplicables a todos los casos. Pero ello no ocurre así en los hechos de
la naturaleza, si no sería posible concluir que cada vez que percibimos que
está nublado creemos que va a llover y sin embargo la experiencia nos dice que
eso es así, pero bien sabemos que pude ser de otra manera. No siempre que está
nublado llueve. El método inductivo, desde la perspectiva de Hume, no parece
ser un método falible para llegar a un conocimiento claro y distinto.
La razón, en su forma apriorística, no
nos garantiza un conocimiento certero respecto de este ejemplo. No es la razón
la que nos garantiza que el pasado es semejante al futuro y que se pude esperar
que ocurra lo mismo cada vez que asistimos a un fenómeno que ya hemos
experimentado antes. Al respecto Hume sostiene:
“Pero ningún hombre, habiendo
visto tan sólo moverse un cuerpo al ser empujado por otro, puede inferir que
todos los demás cuerpos se moverán tras impulso semejante. Todas las
inferencias realizadas a partir de la experiencia, por tanto, son efectos de la
costumbre y no del razonamiento”[3].
Hume sostiene entonces que es la
costumbre la que nos lleva a pensar que cada hecho de nuestra experiencia, por
semejanza se repetirá de la misma manera y no por el conocimiento de que un
determinado hecho provocará un determinado efecto. A ello, Hume llama las
“conjunciones constantes”.
Y son esas conjunciones constantes,
que hemos visto con frecuencia y regularidad en el pasado -por haber atravesado
experiencias similares-, que sabemos que un acontecimiento de primer orden nos
permite pensar un acontecimiento de segundo orden. Imaginamos que el vaso de
agua caerá al piso si lo dejamos de sostener con la mano porque ya lo hemos
experimentado. Ello lo llevará a sostener que la naturaleza de las creencias es
el resultado de la imaginación. Y que
esa creencia es una imagen más vívida y vigorosa, que aquella que la
imaginación logra alcanzar. Pues la mente divide la imaginación, entre aquellas
ideas que asociamos bajo la forma de ficciones de la imaginación.
A modo de conclusión
Es indudable que el escepticismo
inicial de Hume, respecto de las condiciones de posibilidad del conocimiento,
lo conduce indefectiblemente a posiciones naturalistas respecto de aquel
conocimiento que cualquier grupo humano necesita para poder vivir en sociedad.
Quizás Hume, en su intento por exponer en su proyecto filosófico los límites de
la razón para acceder al conocimiento claro y distinto, que sostuvo como tesis
Descartes, o a “la cosa en sí (noúmeno)” que luego planteó Kant en su “Crítica
de la razón pura”, se había planteado el desafío de dar una respuesta a uno de
los objetivos más ambicioso que tiene toda actividad filosófica: llegar a los
principios últimos de lo que acaece.
A comienzos del siglo XX Wittgenstein
había sostenido en su Tractatus Logico Philosophicus, que “Los límites de mi lenguaje significan
los límites de mi mundo”[4].
La filosofía se ha planteado distintas respuestas, al problema del conocimiento,
desde los diálogos platónicos al presente. No fueron inútiles, ni en vano.
Fueron aportes distintos a programas distintos, en circunstancias históricas
distintas. En el caso de Hume su proyecto confronta fuertemente con la
centralidad del sujeto y la importancia de la razón descrita por Descartes.
Hume fija sus límites y nos deja como enseñanza, para la vida práctica, que el
ser humano es uno más entre el conjunto de especies que habita el mundo. Quizás
su diferencia radica en el empleo de la inducción, como mecanismo instintivo
para garantizar su subsistencia.
En la película “La guerra del fuego”[5],
de Jean Jacques Annaud, un grupo de homínidos se ve obligado a abandonar la
caverna que habitan para recuperar el fuego que otra comunidad ajena al grupo
le roba en circunstancias violentas. El fuego, apenas una pequeña llama cuyo
origen y producción desconocen, es conservado en el hueso de un animal muerto.
Es alimentado todos los días con mucho cuidado y el grupo la preserva porque
sabe que es fundamental en el sostenimiento de la organización comunitaria. Cuando
logran recuperarlo el fuego se apaga en la huida y la comunidad, cuando se
extingue definitivamente, parece sucumbir. Hay aquí, a decir de Hume, un claro
ejemplo del problema de la relación causa-efecto y naturaleza y razón: los
homínidos desconocen el origen del fuego, mucho menos la tecnología necesaria
para su producción. Sin embargo su vinculación con el mismo es por costumbre o
hábito: creen que la manera de mantener el fuego vivo es aportando la gramilla
necesaria para que el fuego no se apague. No necesitan más y tampoco la razón
les estaría dando la solución inmediata que la comunidad espera para dejar de
preocuparse ante la posibilidad de que esa pequeña llama alguna vez se extinga.
En perspectiva humeana, nuestro autor reivindica esta comunidad ya que para ese
momento histórico el procedimiento instintivo para la subsistencia de la
comunidad fue efectivo. Aunque para los fines prácticos, y la continuidad de la
organización tribal, en algún momento la técnica precaria de alimentar el fuego
con gramilla se presentará como insuficiente. Pronto los miembros de este grupo
descubrirán que en el exterior, otros grupos ya no se ven en la necesidad de
guerrear por el fuego, ni la de alimentar la llama que los protege, pues han
desarrollado una nueva técnica, misteriosa para los primeros, natural para los
segundos, que les permite generar el fuego cada vez que lo necesiten,
reiterando esta acción y generando el hábito de prender el fuego friccionando
la punta de un trozo de madera en las hojas y hierba seca; sin que ello
implique la necesidad de la búsqueda las causas últimas por medio de la razón.
En ese sentido, “Razón” y
“naturaleza” no parecen ser entidades contradictorias para el pensamiento de
Hume, sino complementarias y necesarias para la vida en sociedad.
[1]
David Hume, Investigaciones sobre el conocimiento humano, Sección 4 Dudas
escépticas acerca de las operaciones del entendimiento, Texto de Cátedra
Historia de la Filosofía II, Pag. 8, UNTREF 2016.
[2]
David Hume, Investigaciones sobre el conocimiento humano, Sección 4 Dudas
escépticas acerca de las operaciones del entendimiento, Texto de Cátedra
Historia de la Filosofía II, Pag.11, UNTREF 2016.
[3]
David Hume, Investigaciones sobre el conocimiento humano, Sección 4 Dudas
escépticas acerca de las operaciones del entendimiento, Texto de Cátedra
Historia de la Filosofía II, Pag. 20, UNTREF 2016.
[4]
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico
Philosophicus, Parágrafo 5.6, pag. 116.
[5]
“La guerra del fuego”, es una película del Director francés Jean Jacques Annaud, estrenada en el año 1982.
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