Por Walter Barboza
En los
siglos XIV y XV, el saber se definía y constituía en un espacio
cuya forma arquitectónica era circular y su relación forzada.
Quizás la Abadía de la novela “El Nombre de la Rosa”, del
italiano Umberto Eco, sea un ejemplo claro de ello. El saber era el
secreto y su “autenticidad” era a su vez protegida y garantizada
por el hecho de que ese saber no circulaba, no traspasaba los muros
de la biblioteca de esa abadía, o bien lo hacía entre una
determinada y definida cantidad de individuos (monjes, sacerdotes y
clérigos). Quizás porque en cuanto ese saber se divulgaba, dejaba
de ser saber y por consiguiente dejaba de ser “verdadero”.
Ya en los siglos
XVII y XVIII, reformas política mediante en Europa, el saber se convirtió en
una “cosa pública”. Entonces todo el mundo comenzó a acceder al saber, a
poseerlo, a manipularlo; pero con la salvedad de que ese saber no era siempre
(y es) el mismo, puesto que su naturaleza cambiaba toda vez que éste se ubicaba
siempre en un nivel de “precisión” y de “formación” distinto al de su origen.
Con la
masificación de la enseñanza pública en sus distintos niveles, y
el desarrollo de las nuevas tecnologías, “ya no están los
ignorantes de un lado y los sabios del otro” (M. Foucault 1968).
Ese saber circula de un punto a otro y se desenvuelve en el marco de
las repercusiones que genera, de las contradicciones que desnuda.
Así podemos leer
a diario en foros y redes sociales, acalorados debates en los que la verdad se
pone en juego y se convierte en el escenario de fuertes disputas. En ese marco,
las descalificaciones son las herramientas que muchos de sus participantes tienen
a mano para suprimir o invalidar la palabra del otro. Quizás en el vano intento
de provocar un corrimiento de foristas fuera del ámbito de discusión, tal vez
con el ánimo de convertir a los foros de las redes en las nuevas abadías de la
modernidad.
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