Por Walter Barboza
En 1996 Hans
Peter Martin y Herald Schumann, dos intérpretes del fenómeno de la
globalización económica, afirmaban que los hombres más poderosos de los
negocios y la política, reunidos en el Hotel Fairmont de San Francisco (EE.UU),
habían reducido el futuro del mundo a dos conceptos: el “20 a 80” y el “tittytainment”.
El primero
sugería que el 20 % de la población económicamente activa sostendría en el
tiempo la marcha de la economía mundial, mientras que para el 80% restante sólo
bastaría con garantizar alimento suficiente y entretenimiento ensordecedor.
El pronóstico
era agorero sin más, pero algo de ello se cumplió cuando el paradigma
neoliberal se impuso a nivel mundial, quebrando el bienestar de un conjunto
importante de naciones. El crecimiento acelerado de la desocupación, la
desaparición del estado como regulador de la economía, el empeoramiento de las
condiciones de vida de millones de seres humanos fueron su cara más visible.
Paralelamente en
la ciudad de Nueva York, los especialistas al servicio de las más importantes
corporaciones, elaboraban teorías sociales orientadas a justificar la pobreza
emergente de la política económica de los años `90. Su expresión más clara fue
el proyecto “tolerancia cero”, abrazado felizmente y sin ningún tipo de
críticas por la dirigencia política de esos años.
Esta idea, cuya
lógica intrínseca era básicamente el paso del “estado social” a la construcción
del “estado penal”, tenía por objetivo controlar, amedrentar, encerrar y
castigar a los “irregulares”.
El sociólogo
Loïc Wacquant, en su libro “Las cárceles de la miseria”, recuerda alguno de los
fundamentos teóricos que justificaban esta estrategia para imponer el ajuste en
el conjunto de las naciones. En ese marco, Wacquant cita los trabajos del
politólogo norteamericano Charles Murray, quien por esos años había escrito un
libro cuyo ambicioso título era “La curva de campana: inteligencia y estructura
de clase en la vida Americana”, con el que sostenía que “el coeficiente
intelectual” determina “quién queda desocupado o se hace millonario” y quién
tiene “propensión al crimen y a la cárcel” por carecer de condiciones “mentales
y morales”.
Desde la
perspectiva de Murray la pobreza, la indigencia y el delito están
indisolublemente asociados al escaso nivel de inteligencia. En suma, el bajo
coeficiente determina quién es pobre y quién es rico en la sociedad
contemporánea. Y esa asociación nunca está relacionada con condiciones ajenas al
sujeto y muchos menos a las políticas de los estados nacionales.
Entonces el
estado empieza a desinvertir. Hay más dinero destinado a la construcción de
cárceles, cuando no para la promoción de las cárceles privadas, y menos dinero
para salud y educación. El encierro se convierte, a partir de la experiencia
llevada a cabo por el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, en un negocio
rentable por excelencia.
Allí tenemos, en
parte, algunos de los dispositivos utilizados para construir los males que
aquejan a la sociedad contemporánea. Así como el capitalismo primero crea la
necesidad para después producir los bienes que van a ser consumidos en el
mercado, cuando piensa en la posibilidad de que una parte reducida de la población se apropie de la porción más grande
de la riqueza (necesidad exclusiva de los grupos dominantes), piensa en el producto que va a atender esa necesidad. El ajuste
económico y las cárceles tienen ese correlato en la distribución desigual de la
riqueza.
En la Argentina
muere un chiquito de la etnia Qom y todos se sienten acongojados. Frente a esa
realidad con la que podemos convivir a diario en las calles de los pueblos o
ciudades en las que residimos, sólo se atina a la indiferencia o bien a
justificativos iguales o peores que los de Charles Murray. Nunca nos sentimos
responsables, quizás porque no hemos “aprehendido” que “el estado” y la
“sociedad civil”, de la cual formamos parte todos, son las dos caras de una
misma moneda.
Algunos medios
de información, esta semana sostenían que la muerte de ese chiquito reabría el
debate sobre la desnutrición en el país. Ninguno de esos medios todavía habló
de la necesidad de distribuir de manera equitativa la riqueza.
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