Superada la etapa de la industrialización más avanzada, Blade Runner opera como la metáfora de un futuro distópico que acerca la frontera entre lo humano y lo artificial, conformando un punto de intersección en el que el androide es la figura más acabada de esa experiencia futurista. ¿Cómo distinguirlo si el “replicante” no solo ha sido construido para ubicarlo en una zona de indistinción entre lo artificial y lo humano? ¿Cómo develar su identidad de criatura no orgánica, si es el resultado de un proceso biológico en el que cierta mutación, en sus cuerpos que envejecen, pervive? ¿Acaso son el resultado de una inteligencia artificial programada? ¿O son más bien el resultado de un inesperado proceso de autoconciencia, en el que es posible que desarrollen autonomía de pensamiento para resistirse a morir cuando el fin de esa programación haya concluido? ¿Cómo es posible que esa criatura, resultado del avance de la ciencia y la tecnología puede ser capaz de sentir, de llorar o de amar? Sin dudas, Blade Runner es el universo distópico que no solo pone fin a la esperanza tecnocientífica de la modernidad, sino que nos alerta respecto del drama de la racionalidad técnica como ideología.
Donna Haraway nos recuerda en su «Manifiesto para Ciborg», que la interpretación del mundo
moderno occidental en clave dualista ha sido constitutiva de una matriz
cultural sustentada en la diferencia y los opuestos: naturaleza-cultura;
hombre-mujer; masculino-femenino; humano-artificial; mente cuerpo.
Se trata de tensiones que se dan al
interior de la sociedad, que, desde el punto de vista del desarrollo
tecnológico, pueden ser útiles a los fines de llevar adelante un proceso de
deconstrucción de esas categorías para comenzar a pensarlas desde otra
perspectiva. Es allí donde el ciborg, situado en una zona de intersección entre
lo orgánico y lo artificial, funciona como la metáfora del fin de los
dualismos. Roy, replicante analítico y reflexivo, es plenamente consciente de
la situación. Sabe de su inminente fin, porque su programación así lo exige,
pero desea continuar viviendo antes de que el fin de la programación llegue.
Para Roy no hay dualismos entre mente y cuerpo, entre alma y cuerpo. Tampoco
hay una unidad de la carne salvífica que permita pensar en la resurrección de
los androides. No hay un Dios creador que lo espera en algún lugar del más
allá. Sólo existe una posibilidad: la de modificar las operaciones genéticas
que le permitirían continuar viviendo. En cierto modo la ciencia, en el mundo
distópico de Blade Runner, se ha convertido en una nueva religión: la que
practican los replicantes; confirmando aquello que Foucault señalaba con
vehemencia cuando decía que «el hombre es una invención reciente
que desaparecerá en cuanto encuentre una forma nueva».
Pero en Blade Runner no solo
desaparece el hombre, el resto de las especies pueden ser artificiales, como la
serpiente que lleva en su cuello la bailarina que el cazador de replicantes
halla casualmente en un burdel.
Mitad humanos y mitad tecnología, los
androides acaso poseen una identidad sexual indeterminada. Son réplicas de
hombres y mujeres, pero no pueden reproducirse (por el momento), no han hallado
el método para poder cargar con un hijo en el vientre. La ruptura con los
dualismos es clara y a Haraway le interesa ese aspecto, aunque esa experiencia
nos lleve al lugar de la indeterminación absoluta. Es el fin del mundo
sustancialista y el triunfo del universo artificial, quizás como las categorías
de hombre y de mujer, de masculino y femenino, las cuales, según Haraway,
fueron constituidas en el marco de un largo y lento proceso que comenzó con la
hominización de la especie y concluyó con la hibridación de las identidades
sexuales contemporáneas. Es decir: si somos un producto artificial, como los
androides, ¿por qué preocuparnos?
En el primero, mezcla de organismo y
artificio, el androide se erige como la figura que señala el fin de la
condición humana. En el segundo la máquina y el hombre construyen un punto de
intersección en el marco de la idea del ciborg.
Ahora bien ¿por qué preocuparnos, como lo
sugiere Bunz, si desde que el hombre dio el salto del estado de naturaleza al
estado de la cultura se hizo de la tecnología para poder sobrevivir? Vale la
pena recordar que el lenguaje es la primera tecnología que la especie homo
sapiens inventó para poder adaptarse al medio natural. Sin embargo, nada de eso
nos altera y nos asusta. Nada de eso nos genera temor. Entonces ¿Por qué temer
al universo ciborg si siempre hemos vivido pendientes de la tecnología?
Si el algoritmo vino para quedarse, solo nos resta
resignarnos a ser capturados por la tecnología; aunque las visiones más
fatalistas y apocalípticas de la historia nos alerten sobre la posibilidad de
una rebelión de las máquinas.
Por fortuna, el ejercicio de autoconciencia
que hiciera Descartes en el siglo XVI, para descubrir que éramos sustancia
pensante, no ha sido un logro por cuenta propia de la inteligencia artificial. Aunque
todavía no sabemos que nos deparará el futuro por venir.
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