Por Walter Barboza
En su ensayo ¿Qué es la filosofía?, Giorgio Agamben refiere que Federico II,
quien al parecer dominaba por lo menos nueve lenguas, estaba muy interesado en
los problemas lingüísticos y su origen, a tal punto que decidió emprender un
sorprendente experimento: tratar de establecer cuál era la lengua natural de la
humanidad manteniendo cautivos y fuera del contacto con otros seres humanos a
una veintena de niños recién nacidos. El resultado, de difícil verificación,
habría confirmado que, aislados del adiestramiento que implica el uso del
lenguaje, habrían hablado en hebreo o
en árabe[1].
Otras fuentes, como las del
comunicólogo contemporáneo Paul Watzlawick, señalan con más detalles que
Federico II (1194-1250) ordenó que se recluyeran en una sala a treinta recién
nacidos y que se les suministraran los mejores cuidados del momento, con una
única condición: las criadas que cuidaban a los niños no debían hablarles, ni
establecer ningún tipo de gestualidad o comportamiento que pudiera
interpretarse de un modo afectivo o emocional por los bebés[2].
El resultado del experimento, según
los comentaristas de la época, tuvo consecuencias funestas, ya que la treintena
de chicos que fueron elegidos para la iniciativa murieron cerca de los tres
años, lo que da cuenta del interés que el problema suscitó entre quienes se
dedican al estudio y análisis sobre el uso y las funciones del lenguaje. ¿Por
qué razón? Porque nadie en su sano juicio hubiera llevado a cabo semejante
experimento para comprobar, si aquello que adquirimos en el marco de la
cultura, podía ocurrir de otro modo.
Las privaciones emocionales, a las
cuales fueron sometidos los bebés, permitieron observar que el asilamiento generaba
un bloqueo tónico, malestar, ansiedad y miedo en los
chiquitos. El tratamiento neutral de las personas que habían sido puestas al
cuidado de los bebés, redujeron las posibilidades para desarrollar expresiones
mímicas, la voluntad de comunicación, la comprensión de situaciones específicas
y el desarrollo de la conciencia de sí mismos y de los otros[3].
Háyase hecho o no este ensayo, la
supuesta experiencia le permite a Agamben sostener que ni la historia, ni la
antropología, ni la arqueología, pueden dar fe de la existencia de comunidad
alguna que haya decidido renunciar al lenguaje, ya que “en el ser viviente que posee el lenguaje, el elemento decisivo, con
toda evidencia, no es la vida sino la lengua”[4].
Algunos pasajes del Evangelio de Juan
dan cuenta de la importancia y la significatividad de la palabra, incluso en el
momento mítico de la creación humana: “En
el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”[5].
Las explicaciones sobre el verso de Juan abundan en metáforas, pero es
indudable que apela a la fuerza, vitalidad y potencia creadora del verbo como una noción que expresa
acción, existencia, condición o los distintos estados del sujeto.
Ya en el siglo XX Wittgenstein
entendía que “imaginar un lenguaje
significa imaginar una forma de vida”[6],
e intentaba de este modo romper con sus primeras concepciones filosóficas del Tractatus Logico Philosophicus. No es ya
una función meramente representacional o descriptiva, la que cumple el lenguaje,
sino que la diversidad de sus funciones son el resultado de una praxis social;
el lenguaje significa en su uso.
La figura del profeta Mahoma puede
explicar, en cierto modo, la sentencia wittgensteiniana: se sabe que Mahoma era
analfabeto, por lo tanto necesitó de un escriba, Zaid ibn Thabit, para dejar
registro de sus sueños y visiones en el Corán. Ahora bien “no fueron los
contenidos del Corán, sino su forma lingüística, lo que los musulmanes llegaron
a considerar sobrenatural y, por tanto, completamente inimitable (…) Lo que
antaño había sido la lengua de un hombre en éxtasis, un texto completamente
reordenado en la recensión de Uthman y en muchos caso hilvanado con simples
fragmentos y restos, se convierte en la norma estilística suprema”[7].
Mahoma profetizó cerca de veinticinco
años y dictó sus revelaciones en forma caótica y desordenada, sin que mediara
una articulación entre revelación y revelación. A diferencia del Antiguo y
Nuevo Testamento, que proponen un orden de lectura teleológico (lineal), el
Corán, según los comentaristas especializados, se puede leer en forma
rizomática, sin un orden específico, alterando su orden; lo cual plantea una
estructura de lectura distinta a la que estamos acostumbrados en occidente,
donde todo tiene un principio, un nudo y un desenlace. Por el contrario, Zizek
y Gunjevic, refieren que hasta los lectores más entrenados se pueden ver
estimulados a abandonar una lectura que propone hasta catorce interpretaciones
posibles[8].
Tan compleja puede resultar la lectura
del Corán, que en el film Arrival (La llegada), dirigida por Denis Villeneuve
en 2016, cuando los alienígenas llegan a la tierra los integrantes de un equipo
de La Nasa se ven obligados a contratar a una lingüista para poder descifrar lo
que los alienígenas escribían en extrañas figuras. La hipótesis de la película,
que está más allá del género de ciencia ficción, es la que Sapir y Whorf propusieron
en la década del ´40, y que argumenta que la lengua en la que los sujetos hablan
condiciona la forma en la que se vive y se comprende el mundo, y la forma en la
que un sujeto piensa y sueña. Se trata de una variante del relativismo
lingüístico y se articula con la idea del relativismo temporal, es decir el de
la experiencia de un tiempo sujeto a las condiciones de posibilidad que ofrece
el lenguaje[9]. Y
ello es precisamente lo que ocurre en el film, cuando la lingüista, Amy Adams,
comienza a comprender ese lenguaje y empieza a tener extrañas sensaciones
temporales, en un viaje en el que su pensamiento va y viene permanentemente
entre pasado, presente y futuro.
El lenguaje es un instrumento, un
dispositivo, un artefacto muy complejo como para subestimarlo. Lo utilizamos
con mucha sencillez, pero su aprendizaje es para los cognitivistas y psicólogos
del aprendizaje una de las funciones más complejas y aunque quisiéramos, una
vez aprehendido, no podríamos abandonarlo.
Así lo intentó el escritor
norteamericano Louis Wolfson, quien quiso inventar una nueva lengua para
suplantar “la lengua misteriosa y dolorosa del mundo”. Wolfson era
esquizofrénico y no podía soportar a su madre. No soportaba el inglés, su
lengua materna. Entonces se refugiaba en otras y para ello estudiaba
sesudamente hebreo, ruso, alemán, francés; sin embargo no podía evitar que su
lengua materna subyaciera debajo de las palabras traducidas. Por eso inventó
una nueva lengua para describir el mundo, del cual lamentablemente para
Wolfson, él formaba parte. Su fracaso
fue total, según narra Justo Navarro en la introducción de “El cuaderno Rojo”, de Paul Auster[10].
San Agustín, con detalles, explica
como aprendía de los mayores el significado de las palabras[11].
Lo propio hizo Sutart Mill, Jhon Locke, Frege, Russell, Austin, Moore y tantos
otros que, a lo largo de la historia de la humanidad, han intentado descifrar
las claves de los problemas lingüísticos y semánticos, han intentado refinar
sus programas de investigación, ya sea para dar cuenta de las funciones como
las de referir, connotar, describir, construir la verdad, o bien con el ánimo
de desarrollar nuevos modelos teóricos de análisis y estudios de la sociedad,
como lo hicieron Saussure o Levi-Strauss a lo largo del siglo XX.
[1]
Giorgio Agamben, ¿Qué es la filosofía?, Experimentum
Vocis, pag. 10, Año 2016, Adriana Hidalgo Editora, 1ª Edición, Buenos
Aires, Argentina.
[2]
Alicia Martos, Comunicación no verbal y
supervivencia: un terrible experimento, Blog personal. Comunicación no
verbal: lo que no nos cuentan, Dirección de página Web: https://blogs.20minutos.es/comunicacion-no-verbal-lo-que-no-nos-cuentan/2016/04/29/comunicacion-no-verbal-y-supervivencia-un-terrible-experimento/
[3]
Ídem, cita anterior.
[4]
Giorgio Agamben, ¿Qué es la filosofía?,
Experimentum Vocis, pag. 10, Año 2016, Adriana Hidalgo Editora, 1ª Edición,
Buenos Aires, Argentina.
[5]
Evangelio de San Juan, 1:1, Nuevo testamento.
[6]
Wittgenstein Ludwig, Investigaciones filosóficas,
[7]
Josef van Ess, citado por Boris Gunjevic, en El dolor de Dios, Inversiones del
apocalipsis, Cap. IV, Todos los libros son como una fortaleza. Y la carne se
hizo verbo, pag. 117, Editorial Akal, año 2014, España.
[8]
Idem cita anterior, pag. 118.
[9]
Samuel Lagunas en Revista Cine Divergente, La llegada (Arrival), dirección de
página WEB: http://cinedivergente.com/criticas/largometrajes/la-llegada-arrival
[10]
Paul Auster, El cuaderno rojo, Prólogo, pag. 21,22, Editorial Anagrama, cuarta
edición, 1997, Barcelona, España.
[11]
San Agustín, Confesiones, Libro Primero, Cap. VIII, pag. 17, Ediciones
Libertador, Buenos Aires, Argentina, año 2008.
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