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El viaje de Artemio


A Joaquín Barboza(9 años), que me enseñó que “lo difícil no es recordar la cantidad de gotas que cayeron en una lluvia de verano, sino contarlas”.

Memorioso, Artemio recuerda los días idos y sueña despacito que ese tiempo regresa con las agujas del reloj. Lo ve entre dormido, o en la oscuridad de la noche. Y esas agujas, que brillan apenas por las luces de los reflejos nocturnos que a diestra y siniestra se reparten por la habitación, giran en sentido contrario segundo por segundo, minuto por minuto, colocando fabulosamente cada cosa en su lugar. La ventana que ilumina el comedor, la puerta que crepita por la sequía del verano, los ficus en retoño, la pared lindera por la que el vecino espía sus movimientos matinales.

Una a una las cosas se acomodan suavemente, incluso los sonidos del vecindario. Nené que contempla al barrio desde la ventana del frente de su casa. La negra que grita al diariero: ¡Carmelo!; Rosina que riega las plantas; el taxista que lee a la sombra del fresno las noticias matinales. Ruido añejo y vital que Artemio reconstruye en el mosaico de sus pensamientos.

Cruza la calle Artemio. Cruza la vida de adelante hacia atrás. Retrocede en el tiempo. La ventana, la puerta, la casa, darán lugar a la pintura anterior, a una madera que se recupera y va cobrando su forma original. Si hasta los vecinos, extrañamente, parecen más jóvenes. Viven los que murieron: don Pablo, el italiano, Lino el carpintero; otros de los cuales no recuerda el nombre pero que reconoce en una rutina que había perdido de vista.

Entonces advierte que ese barrio ya no le pertenece, que le produce una lejanía, una distancia que lo separa en un tiempo anterior. Cree haberlo visto alguna vez de niño, cuando la calle recién estaba siendo asfaltada. El caserío recién levantado. Las bases de alguna vivienda. Un terreno pelado. Tal vez Lino, Nené, Rosina o la Negra más jóvenes. Sin hijos, Artemio, también más joven.

Las calles cambian su fisonomía. Ahora es la calle 15. Otra gente, otras casas, otro follaje, otros ruidos, otras rutinas, otros olores y esas agujas que no paran de retroceder. Y Artemio más delgado, piernas chuecas y frágiles en su casa natal que se de-construye, como el potrero en el que jugaba a la pelota. Cosa rara esta casa que se desarma de a partes. Su techo, sus paredes, su revoque, sus instalaciones, una pared pelada, una pared que lentamente empieza a desaparecer hasta dejar las bases a la vista.

Artemio en brazos, con pañales, emitiendo sonidos guturales, puro reflejo, pura pulsión. Unos pañales de tela, una bombacha de goma, tal vez un chupete, un poco de pelusa en la mollera y cada vez más pequeño: cuatro meses, tres, dos, uno, apenas unos días y un viaje que lo retorna al vientre materno. Allí quedará alojado, resguardado del mundo exterior, de los sinsabores que le astillan el alma, de las traiciones y delaciones, de la perfidia cotidiana. Ahí va Artemio, en un viaje que concluirá cuando en el último tramo del camino sea nada más que un proyecto o una imagen proyectada de sus padres.

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