A medida que uno va avanzando por las
calles de la ciudad de La Plata, le belleza del paisaje urbano empieza a
desdibujarse. Y esa ciudad, racionalista desde su concepción arquitectónica, va
dando paso a un conglomerado urbano que se asemeja a las imágenes de una
película futurista. Basura por aquí y allá, restos de baldosas levantadas por
el agua, automóviles apoyados en columnas de alumbrado en posición vertical, un
olor a agua putrefacta que emana en la medida que la temperatura de la jornada
sube. Porque así quedo esta comuna, que por estas horas se debate en profundas
discusiones respecto del rol del estado municipal, y sus articulaciones con la
nación y la provincia, o bien sobre los cambios climáticos que está
experimentando el planeta.
Es que un twit, al que cito
textualmente para darle más veracidad al relato, lo dice todo: “@WalterWbarboza
la impotencia. Ayer recordaba cómo se llenó de agua en minutos en la inundación
del 28 de febrero de 2008. Te acordás Walter?”
Así me lo recordaba, en un breve mensaje, mi compañera de trabajo, la
periodista Sandra Di Luca, la que, impresionada por aquella inundación en la
que la periferia platense quedo sumergida bajo el agua, volvía a experimentar
esa sensación de desasosiego. Un dato que pocos medios tuvieron en cuenta, al
igual que el tornado que hace exactamente un año había sorprendido en las
vísperas del jueves santo a aquellos bonaerenses y porteños que salían de
trabajar.
El casco urbano fue el más castigado
y en él, recostada de un lado a otro en las veredas de sus calles principales,
se puede ver a la gente que saca sus muebles a la calle, limpia los
automóviles, trata de escurrir el agua del interior de sus viviendas. “Todo se
perdió”, cuenta con desánimo una vecina que contiene la bronca de disparar
contra todos los funcionarios públicos habidos y por haber. “Ahora hay que
empezar de nuevo”, mientras mira con resignación los sillones, la computadora,
le heladera, el televisor, el bajo mesada, los restos que dejó la furia del
agua.
En el camino, la gente está
necesitada de contar lo que vivió. Como ese circunstancial testigo que asegura
haber visto, minutos antes de morir ahogado, al conductor de un vehículo que en
la calle 12 y 42 quedó aprisionado
“cuando se bajo para evitar que la corriente se llevara el auto”. Dice que los
vecinos le advirtieron que “dejara el coche y le ofrecieron resguardo, pero el
hombre no hizo caso. Cuando el agua empezó a bajar lo encontramos casi abajo
del auto”, relata con un dejo de resignación.
Historias mínimas en la increíble
dimensión de la tragedia. En la zona de 7 y 527 el agua corrió como un río
enfurecido. Su bravura dejó una marca prolijamente dibujada en las paredes
exteriores de las casas. Una línea recta ubicada a la altura de un metro y
medio. Y las evidencias de un caudal de agua que, cuando logró liberarse de las
calles laterales, comenzó a golpear las paredes y puertas de casa y negocios.
La presión fue tal, que muchas cortinas metálicas quedaron dobladas por el peso
del agua.
Allí, el panorama era desolador.
Muebles y electrodomésticos esparcidos a un lado y otro. Rostros compungidos.
Los signos del agotamiento de gente que en los últimos tres días apenas durmió
tres o cuatro horas y recostada en una mesa. “Si no fuera por la solidaridad de
la gente, el saldo de muertos hubiera sido mayor”, cuenta una mujer emocionada
cuando recuerda una anécdota: “Por la esquina a eso de las siete, u ocho, pasó
un camión de mudanzas con cuatro chicos de entre 25 y 30 años. A esa hora se escuchaban los gritos de
angustia de la gente que pedía ayuda, pero nadie podía cruzar la calle por la
violencia con la que corría el agua. En ese momento el camión detuvo su marcha
porque ya no podía avanzar. Hasta que uno de ellos le hace señas a mi marido y
le tira una cuerda. La cruzaron de una vereda a otra y la ataron a los postes
de luz. Cuando lograron dejarla la suficientemente tensa, los chicos se
arrojaron al agua y comenzaron a nadar. Así fueron casa por casa sacando a los
vecinos que estaban a punto de ahogarse”.
De esos tres trabajadores nadie sabe
los nombres y apellidos. Así como llegaron, cuando terminaron su tarea
desinteresada se fueron. En la casa de la mujer quedaron alojadas quince
personas. Una chica discapacitada y el resto eran personas mayores con cuadros
evidentes de hipotermia.
En un vistazo panorámico, hay
evidencias claras de que lo que ocurrió en La Plata sorprendió al municipio sin
logística y con escasa infraestructura. Pero se hubiera visto superado por la
vorágine del temporal, pues cada testimonio da cuenta de una experiencia cuyo
denominador común fue la sorpresa. Cada casa fue dispuesta para alojar al
transeúnte casual. Juan, por ejemplo, quedó toda la noche en una panadería de
13 y 38. Allí ayudo al dueño a bloquear la puerta para mitigar el impacto de la
corriente de agua. Le dio cobijo, café, mates y facturas. No se conocían pero
la desgracia los hermanaba. Así pasó con otros habitantes de la ciudad que
caminaban ocasionalmente por algún barrio de los más complicados. Hubo en cada
casa un lugar para el cobijo y afecto para intentar hacer algo por “el otro”.
Para recuperar ese registro del que tenemos enfrente y que muchas veces
cuestionamos, criticamos, o bien tenemos hacia él una actitud menos
contemplativa.
El día después fue el recuerdo y la
suma del anecdotario. El trabajo mancomunado para limpiar los restos de la ira
de una naturaleza endiablada. El saldo fue la muerte, las pérdidas materiales y
económicas. La diatriba: el discurso de la antipolítica que intentó, una vez
más, fogonear el malestar con el intendente de La Plata, el gobernador Daniel
Scioli, Alicia Kirchner y la propia presidenta Cristina Fernández. La miseria
de anteponer intereses personales, y pujas por el rating, frente al dolor
ajeno.
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