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En tu cintura


Esperanza estira los brazos y se despereza. Como hace días, o desde siempre, quedó atrapada entre las sábanas y entre los sueños que la sueñan dormida. Apenas puede abrir los ojos para husmear la mano que la acaricia sutilmente durante los primeros minutos del día. Todo pereza, Esperanza insiste en sumergirse en las profundidades de ese sueño placentero que la mece suavecito. Se ve cruzando por Guillermón mientras gira su cabeza hacia el este, viendo en perspectiva las vías del ferrocarril General Sarmiento que hace un tiempo trajeron a ese extranjero desde lejos.

Lo pensará, como lo hace durante gran parte del día, recordando el minuto inicial de ese encuentro. Fue el azar, fue el destino, fue la divina providencia, lo que fue ya no importa porque antes había sido tan sólo un conjunto de fotografías que aparecieron súbitamente y en un repentino eclosionar del universo.

Lo comprenderá distante, en una lógica distinta, en el intercambio de palabras que se liberan de su boca. Atando consonantes y vocales en un devenir incierto, preocupado porque repentinamente se va con su cabeza a visitar recónditos lugares, paisajes antiguos o realidades cotidianas explicadas arbitrariamente por las páginas de los diarios que a diario confunden la información policial con la política. Busca resoluciones, ese hombre que descansa poco y vive mucho. Revisa incansablemente papeles en los que intenta desentrañar verdades ocultas, sentidos construidos, asociaciones forzadas de la realidad.

Sin embargo hay tiempo para las caricias y los abrazos. Promesas de futuros promisorios que se pueden edificar a fuerza de voluntad; esa que un día de diciembre de 2001 le indicaron a ella que con unos pesos en el bolsillo y sudando la camiseta saldría adelante. “Nada es gratuito. El estado debe garantizar cuestiones mínimas, el resto es sacrificio”, coinciden. Así, con esa línea argumental en la cabeza, se lanzó a la aventura de vivir la vida; de colgarse del pasamanos del tren y viajar apretujada con el gentío del oeste; porque “cuando ese sacrifico pase, cuando todo haya transcurrido -eso lo expresa con la mayor de las claridades- sólo será una anécdota”, una mínima parte en la sucesión de hechos y acciones que conformarán su vida.

En eso se parecen este hombre y esa mujer que por un hecho fortuito se encontraron en el medio del camino; un tropezón, un libro que se cae, una mirada que se cruza, un gesto de agradecimiento, un intercambio de correos, una entrega generosa de textos que se despliegan como nunca antes y entonces: a correr la vida.

Así andan: a los tumbos, esquivando diatribas, recogiendo halagos, aceptando buenos augurios; inscribiendo en ese tiempo fugaz la historia que les toca vivir. Para broncas de arrabal están las del pasado; para sujetos sujetados los que se niegan a liberarse del oprobioso discurso disciplinador; para las miradas de los que miran sin ver, los montones de objetos que se apilan en el paso cotidiano. Por suerte, por fortuna, hay todavía miradas esclarecedoras que, como pequeños haces de unas luces que apenas se asoman, que apenas se dejan ver, cobran una dimensión fenomenal en los momentos de crisis. “Los tembladerales son parte de la vida”, piensa él, mientras espera esa llamada que actúa como un bálsamo, como un curador de sueños, como un emancipador de tristezas. Esa llamada llega y llegará cuantas veces sea necesario; cuando la misma se abra paso entre los laberintos de su cabeza podrá recuperar la calma, la paz del guerrero, para volver cada noche a descansar en las ondulaciones de su cintura.

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