Por Walter Barboza
En su cuento “Funes, el memorioso”, Jorge Luis Borges describe a Irineo Funes como un personaje capaz de acumular entre sus recuerdos los datos más precisos del mundo antiguo, y el que lo redea, como los más simples, triviales e innecesarios. Narrado en primer persona, el genial escritor cuenta que Funes “puede enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez”; o bien puede recordar la información más intrascendente que cualquier mente prodigiosa pueda imaginar, como por ejemplo: “cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”, o “cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban”.
En su cuento “Funes, el memorioso”, Jorge Luis Borges describe a Irineo Funes como un personaje capaz de acumular entre sus recuerdos los datos más precisos del mundo antiguo, y el que lo redea, como los más simples, triviales e innecesarios. Narrado en primer persona, el genial escritor cuenta que Funes “puede enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez”; o bien puede recordar la información más intrascendente que cualquier mente prodigiosa pueda imaginar, como por ejemplo: “cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”, o “cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban”.
Sin
embargo, Borges arriesga una hipótesis sobre su propio personaje: y es que Funes es incapaz de
pensar, pues pensar “es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles,
casi inmediatos”.
Antonio
Gramsci fue un innovador del pensamiento marxista. Cuando
introdujo en el desarrollo de su teoría política el concepto de
“hegemonía”, su aporte fue trascendental para problematizar la
cuestión del poder y la dominación política en las sociedades modernas.
Gramsci
explica a través del concepto de hegemonía, el modo en el que una
clase social domina a otra sin que esta última cuestione esa
dominación como tal. La explicación, o respuesta, que encuentra para dar
cuenta de este problema es la construcción del “sentido común”.
Según Gramsci ese “sentido común”, que opera eficazmente sobre la
cultura, permite naturalizar la dominación de un grupo sobre otro, de modo que los
sectores sociales que son víctimas de la dominación la aceptan sin
ningún tipo de crítica, cuestionamiento, problematización o resistencia. Es el
sistema de valores del bloque de poder dominante que se impone de
manera sutil, a partir de que los sectores dominados incorporan a su
cultura ese sistema de valores como propio.
El
periodismo del siglo XXI sabe de estas prácticas. Quizás la lógica
del desarrollo industrial y tecnológico haya tenido mucho que ver en
ello, puesto que hoy el ejercicio profesional de un amplio sector de
la prensa contribuye en la construcción de una realidad semejante a
un mosaico inconexo y de difícil armado. En ese sentido, Ignacio
Ramonet, ex Director del diario Le Monde Diplomatique, señala
que efectivamente la información funciona así: “Hoy un fragmento,
mañana otro… Pero el ciudadano no va a poder hacer el trabajo de
reunir el mosaico. Tiene que haber especialistas de lo general”.
Una posición que ratifican Mar de Fontcuberta y Héctor
Borrat en su trabajo “Sistemas complejos, narradores en
interacción”, en el que explican que la reducción está
presente en la mayoría de las pautas periodísticas, configurando
lo que Abraham Moles denomina "la cultura mosaico". Es
decir: contenidos fragmentados, atomizados y expuestos sin ninguna
jerarquización. Moles caracteriza a esos contenidos como "átomos
de cultura" y señala que son un obstáculo para comprender la
realidad.
Hay
entonces un punto en común, un lugar de encuentro entre “Funes
el memorioso”, Antonio Gramsci y el periodismo mosaico.
Ese lugar común es el proceso de construcción de la realidad a
través de la información. Los periodistas, ante la necesidad de
atender la inmediatez se convierten en meros acumuladores y propaladores de datos,
hechos y sucesos que en ningún momento se articulan en un espacio común. Como “Funes
el memorioso”, esos datos muchas veces se tornan inútiles para
comprender la complejidad del mundo en el que vivimos y de los procesos políticos, sociales y culturales. Ese “mosaico”
que, según Ramonet, se nos presenta fragmentado e imposible
de ensamblar para entender mejor qué es lo que sucede y por qué. El
periodismo como ejercicio profesional, al igual que Funes -metáfora atroz y cruel-, es incapaz de pensar, con la
diferencia de que Irineo Funes, desde la soledad de su morada
no afecta en nada a la sociedad en la que vive, solo aburre a un
Borges sorprendido por la eficacia de su memoria, pero no por su falta de talento para pensar.
En
cambio los medios masivos de información deberían asumir la
responsabilidad de explicar lo que pasa, cómo y por qué pasa. Por
el contrario esa forma vertiginosa de contar la realidad en busca de
la primicia, o la espectacularidad de la información, ha logrado
naturalizar una forma de contar los hechos y sucesos que impide tener
una visión panorámica de lo que ocurre. Es allí donde empieza a
tallar lo que Gramsci definía como la constitución de una
hegemonía a partir de la construcción del sentido común. Hay
detrás de ello, obviamente, intereses económicos, corporativos,
vinculados a las empresas periodísticas que se han constituido en la sociedad de la información en
verdaderos actores sociales.
El
espectador percibe un escenario fragmentado, que lo entiende como
natural e impide la posibilidad de su interpelación. ¿Entonces para
qué cambiar lo que siempre sucedió así? ¿Para que indagar en las
verdaderas raíces de los problemas? ¿Cuál es el sentido de
plantear una agenda distinta a la de los medios de información?
¿Para qué trabajar el contexto?
Rodolfo
Walsh, escribía en el semanario de la CGT de los argentinos,
durante los sucesos del cordobazo en 1969: “Nuestras clases
dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan
historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada
lucha debe empezar de nuevo separada de las luchas anteriores: la
experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La
historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los
dueños de todas las otras cosas”.
Walsh
sintetizaba, y anticipaba, lo que más de cuarenta años después
ocurriría con la información y que, de algún modo, es preocupación
de los periodistas comprometidos con la posibilidad de construir
nuevas realidades, nuevos escenarios. Porque como dice Ignacio
Ramonet: “Quizás el ciudadano está esperando que le pongan la
información en contexto. Eso lo impide la urgencia, lo perturba la
inmediatez”. Una inmediatez que obtura la posibilidad de buscar
sentido a los procesos comunicacionales e informativos.
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