En la última escena del cuento “El
Matadero”, el escritor argentino Esteban Echeverría, nos sumerge
en el fascinante mundo de la Buenos Aires “rosista”. En ella describe en
detalle, no solo los rasgos y las características rudimentarias de los hombres
que habitan y trabajan en las inmediaciones del matadero de animales, sino las
fuertes contradicciones políticas que cruzan a la sociedad de entonces. El libro
abunda en prejuicios de índole racial y cultural –divide tajantemente a ese
universo entre cajetillas y negros-, pero logró constituirse en un texto
fundamental para poder interpretar el pensamiento y la mirada de las clases
dominantes argentinas; porque “El Matadero” es una suerte de
referencia o continuación de la línea trazada por Sarmiento en
“Facundo o civilización y barbarie”.
Sin embargo ambos trabajos, que podrían
constituirse en dos clásicos de la literatura nacional argentina, tienen plena
vigencia en la medida en que la mirada echeverriana o sarmientina
persisten en el imaginario colectivo. Mucho de ello estuvo presente en el
conflicto que las policías provinciales mantuvieron en sus respectivos
distritos. Si bien la asonada policial estuvo centrada en el reclamo salarial,
el mismo estuvo atravesado por el vandalismo, la desestabilización, y en una
medida significativa por la resistencia de los sectores populares al avance de
la marginación y la segregación que se vive en barrios como Nueva Córdoba.
Esta provincia, quizás se haya convertido en el
emblema de lo que en otros puntos del país fue la réplica de la medida. El
crecimiento de los agro-negocios, en detrimento de la distribución equitativa
del ingreso, es la marca distintiva del desarrollo desigual generado por el
acaparamiento voraz de los sectores medios y altos de la vida económica rural
argentina.
Ese crecimiento desigual es el que ha establecido
las bases para la conformación de una sociedad en la que solo los sectores de
altos ingresos pueden acceder a un sistema educativo, un sistema sanitario, un
sistema judicial, o formas de empleo, de calidad y en cantidad acotada. Ese
sistema, fundado en una división notable de clases sociales, se yergue sobre la
apropiación de la riqueza circulante. En ese marco la violencia social y la
marginalidad creciente, son los costos que debe pagar al acumular para sí, la
porción de riqueza que no llega hacia los sectores que más lo necesitan.
Los negros, mulatos y gauchos Federales que
pululan en las inmediaciones de “El matadero” de Esteban
Echeverría, tratando de rapiñar los pedazos de vísceras de los animales que
entran al degüello, son “los negros de mierda” que la sociedad opulenta
de hoy desprecia y juzga como responsables de todos sus males y desgracias.
El escritor y periodista Rodolfo Walsh
sintetiza, por medio de un razonamiento revelador, la experiencia de los
sectores populares en la historia de la Argentina. Lo hace al narrar un pasaje
de la vida de Vicente Rodríguez, uno de los trabajadores fusilados por la
Revolución Libertadora en el año 1956 en los basurales de José León Suárez.
Walsh dice de Rodríguez: “Entonces comprende que él es nadie,
que el mundo pertenece a los doctores. El signo de su derrota es muy claro. En
su barrio hay un club, en el club una biblioteca. Acudirá allí, en busca de esa
fuente milagrosa –los libros- de donde parece fluir el poder”.
Cuando Rodríguez empiece a sentir que un
mundo nuevo se abre frente a él, será demasiado tarde. Las balas de los fusiles
FAL que utiliza el comando militar que lo secuestra, culminarán con su vida en
una oscura y fría noche de invierno. Más de cien años después llegará la
“revancha clasista” del cajetilla que los Federales asesinan en El Matadero.
Acaso una metáfora profunda de las regularidades de la historia argentina.
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