En sus orígenes,
la tecnología estuvo indisolublemente asociada al poder. El homínido del film
de Stanley Kubrick, “2001
odisea del espacio”, es quizás la metáfora más acertada para describir
de qué forma un simple hueso puede ser convertido en una “tecnología política
de poder”, capaz de medir relaciones de fuerza con otra comunidad y dar cierto
grado de organización a la propia.
Existe otro film
que avanza en el mismo sentido: “La
guerra del fuego”, de Jean Jacques Annaud.
Su argumento, es básicamente el siguiente: una comunidad de hombres
prehistóricos, que vive en las cavernas y que ha logrado acceder al fuego por
casualidad, conserva en el hueso de un animal un llamita con la cual generan
una fuente de energía para darse calor y cocinar sus alimentos. De pronto, esa
pequeña llama es robada por otra comunidad. Allí comienzan los padecimientos
para la primera, puesto que se ven obligados a salir más allá de las fronteras
de la caverna para a intentar recuperar el fuego robado. En su derrotero el
fuego se apagará y la comunidad entrará en crisis. Toda la organización gira en
torno a esa pequeña llama. Los hombres de las cavernas sólo dominan las
técnicas necesarias para mantener la llama encendida: soplar y alimentar el
fuego con gramilla. Dependen de ella. Sus oponentes también.
Sin embargo el
grupo de exploradores, una vez extinguido el fuego, descubrirá con asombro que
más allá de la vida en comunidad, hay un “otro” que ha logrado unas nuevas técnicas
de desarrollo que los distingue del resto. Se trata de una tercera comunidad,
desconocida para ellos, que ha conseguido generar el fuego del que ellos ahora carecen.
Han podido crear una tecnología eficaz para producir esa fuente de energía,
necesaria y suficiente, que les permitirá dar un salto en el desarrollo de la humanidad.
Pero eso no es todo, han creado una tecnología mucho más compleja y elaborada
para la organización comunitaria y el dominio de la naturaleza: el signo
lingüístico.
"La Guerra del Fuego", de Jean Jacques Annaud |
La tecnología,
el habla y la escritura básicamente, son constitutivos del poder, de la lucha
política y de la movilidad social. Ello queda bien en claro en el recorrido
histórico que Raymond Williams realiza en su trabajo “Historia de la comunicación”: del habla y la escritura como
tecnologías de dominio exclusivo de una clase o sector, a la imprenta. Y de ahí
al desarrollo de nuevas tecnologías de comunicación como el teatro, la prensa,
la fotografía, el cine, la radio, el teléfono, la televisión y el video tape. En
el medio de todo ello las tensiones propias de las transformaciones políticas,
culturales, y de producción, que las interacciones en “lo social” van
realizando a su paso.
Williams
anticipa, sin siquiera imaginar la posibilidad del advenimiento de la las sociedades de la información, la llegada de una “vida social cualitativa”
nueva y distinta. Esa vida a la cual se refiere Williams en sus conclusiones,
para nosotros ya existe, es presente, e implica decisiones fundamentales para
la sociedad en su conjunto sobre qué cuestiones se deben repensar para comprender
los procesos que se dan en su seno y que implicancias tienen para la vida
política, social, cultural y democrática.
Por estos días
de efervescencia política, la legitimidad del sistema democrático ha sido
puesto en duda con sólo una palabra: “fraude”. Este signo lingüístico sin
más, funcionó como un disparador que se
multiplicó por medios y redes sociales. Sus emisores ni siquiera pensaron un
minuto sobre su poder devastador, sobre su capacidad de poner en duda cualquier
proceso democrático y popular. Máxime si se tiene en cuenta que no funciona
como balance de poder, sino como dispositivo de daño liso y llano.
Aristóteles
definía como “principio de no contradicción”, a aquello que implicaba que una
“cosa” pudiera recibir un atributo y al mismo tiempo recibir el atributo
contrario. Es decir una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo
Hegel sostenía que era un principio limitado, ya que la razón tiene un
movimiento interno en el que cada idea encierra en sí su idea contraria, la que
pugna por salir a la luz y constituirse en una instancia de superación
(relación dialéctica). La idea de “fraude”, entonces, lleva implícita su idea
contraria que es la idea de “verdad”, cuya síntesis o instancia de superación
no sería otra cosa que la legitimidad del acto eleccionario. En este caso el
que se vivió días atrás en Tucumán, donde claramente la oposición perdió su
chance de gobernar. Los datos así lo confirman.
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