1
La experiencia
temporal parece no tener rupturas. Se trata de un continuum al que le
atribuimos, como si se tratara de un estado de naturaleza de las cosas, la
sucesión de hechos que se encadenan unos tras otros en una interminable
suceder. Ello, a simple vista, parecería contribuir a la resolución de los
enigmas, dudas y dificultades de los hechos del pasado que nos son narrados.
Sin embargo, lejos de contribuir a la tarea hermenéutica, una lectura en
perspectiva teleológica no haría más que invitarnos a la tarea de compendiar
cronológicamente los hechos de otrora, sin que ninguno en su singularidad
pudiera cobrar relevancia para incidir en el curso de la historia.
2
Acaso la idea del
tiempo mesiánico pueda resultar atractiva para poder pensar aquello que, a los
ojos de Foucault, podía presentarse como ruptura o discontinuidad. En sus
investigaciones, el pensador francés no lo hacía con el ánimo de resolver
enigmas o contribuir a impulsar procesos de transformación histórica, sino más
bien para dar cuenta de los límites de la concepción de la historia según la
había construido la mirada positivista.
El tiempo
mesiánico, el tiempo-ahora, el tiempo que resta, según la interpretación
judeocristiana, o el uso que de esa noción misma hacen Walter Benjamin o Giorgio
Agamben, se nutre de las tradiciones más arcaicas del pensamiento religioso,
apelando al misticismo judío, o bien al cristianismo primitivo, como siendo una
experiencia que interrumpe la monotonía del tiempo vacío.
Rastros de esa idea
como unidad de sentido, para dar cuenta del momento en el que los cambios deben
ser profundamente estructurales y colectivos, se pueden hallar en las cartas de
Paulo de Tarso en el nuevo testamento; porque Paulo de Tarso, al fin de
cuentas, era un judío que hablaba con dificultades el griego, pero con el
dominio de esta lengua, se supone la más refinada y compleja del mundo
mediterráneo antiguo, repensó la relación del drama de la vida, el problema de
la esclavitud y la idea de un reino mejor por venir, junto a la experiencia
derivada de los libros sagrados.
3
Aquel pensamiento
mesiánico, referido a la llegada del tiempo de igualdad, continúa más vigente
que nunca, en la medida en que las desigualdades y las miserias humanas se
amplían y profundizan. La economía política de corte liberal ha puesto el
énfasis en el sujeto individual, acaso como lo sugirieron Hobbes y Locke,
promotores de la necesidad de diseñar instituciones para evitar que el hombre
se convirtiera en el lobo del hombre. Pero ocurre que el lobo no mata o come al
lobo, sólo lo ahuyenta para quedarse con la presa. Eso sólo ocurre con el
hombre, sobre el que pesan los viejos estigmas del Bereshit, del origen, del
comienzo, de las generaciones, cuando era nada y todo al mismo tiempo.
El viejo concepto
del Tikún, es la palabra clave que se impone: reparación, redención,
restitución, justicia social, de un mundo fracturado que reclama el tiempo de
la redención.
4
Sefer Yetzhirá
Rab Hanina y Rab
Hoshaiah, creaban cada viernes un becerro de leche que luego comían durante el
descanso de shabat.
Habían descubierto
los misterios del lenguaje creador, luego de haber descifrado las combinaciones
alfanuméricas del "Libro de la creación" o "Libro de las
formaciones", con el que Dios, de quien se dice tendría por lo menos una
docena de nombres sagrados, había creado el mundo.
Al parecer ese
libro (Sefer Yetzirah), de difícil acceso por el hermetismo de su escritura y
la complejidad de su gramática, sería la clave para descifrar los misterios de
la estructura lingüística del universo. Algo de ese misticismo, quizás, se haya
apoderado de L. Wittgenstein, cuando creyó, a comienzos del siglo XX, haber
resuelto los problemas de la filosofía al declarar que sus planteos sólo eran
el resultado de confusiones lingüísticas.
Sea como fuere,
algo de eso deberíamos poner en práctica para intentar resolver los grandes
desafíos que la vida diaria nos depara. Después de todo así lo entendía John
Austin, cuando decía que “podemos hacer cosas con las palabras”. Es decir que
de lo sagrado a lo profano podemos iniciar el camino en la búsqueda de los
artilugios verbales que perdieron su potencia creadora, de las unidades
semánticas que pueden dar cuenta de la estructura lingüística de las cosas o
bien conformarnos con el simple hecho de nombrar sin sentido.
5
La escritura, la pérdida y la falta
Creo entender que
fue Maurice Blanchot quien creía que toda escritura era una copia de un
original que se había perdido. De ser así, quizás su tesis esté fundada en la
idea de que el lenguaje tiene un carácter profundamente divino. Según parece,
cuando Moisés recibió el decálogo tallado por el verbo de Dios, bajó del monte
Sinaí para encontrarse con el pueblo hebreo. Allí, al pie de la montaña, halló
a su comunidad adorando a un becerro de oro y enfurecido por la idolatría a la
cual se habían entregado destruyó las tablas contra la imagen pagana. Quizás,
por torpeza o impericia, el más importante de los profetas bíblicos, no había
advertido a tiempo que esas tablas eran la única huella que Dios había dejado
en su paso por esta dimensión.
Tal vez la
destrucción de las tablas haya sido la primera pérdida de un original del que
ahora carecemos. Entonces tiene sentido que la "falta" y la
"pérdida" aparezcan como las marcas más fuertes que signan nuestras
tradiciones culturales. Acaso porque nuestras vidas, al fin de cuentas, son el
derrotero de la historia de una pérdida y una falta.
Sartre, desde su
ateísmo militante, formulaba una idea bastante parecida pero situada en el
polo opuesto. Ella expresaba: "la ausencia es la presencia de alguien que
no está”.
6
Redención y
Meritocracia
Redención y meritocracia son dos conceptos contrapuestos. Con el
segundo, muy en boga en el desarrollo de políticas de corte neoliberal, se
sugiere que llega al final de una meta quien se esfuerza y hace méritos
individuales por llegar. Si aceptamos este argumento, ello implicaría, para
cualquiera de nosotros, la posibilidad de cumplir con los objetivos personales
que nos trazamos para la vida.
Sin embargo, esta idea encierra una trampa: invisibiliza, oculta y
desplaza del marco de nuestras expectativas, que el punto de partida para
llegar de un lugar a otro no es el mismo para todos; no es el mismo lugar del
cual salen los competidores en la sociedad de la meritocracia para llegar a la
meta final, si es que existe una meta trazada para la vida.
Redención, por el contrario, es una noción que tiene un carácter y
alcance colectivo, ya que desde la perspectiva teológica redimir es sinónimo de
reparar, de restaurar, de devolver aquello de lo cual el sujeto ha sido
enajenado: sus derechos, su memoria, el conjunto de sus posibilidades.
Redención es sinónimo de Tiqqún (tikún), concepto talmúdico y
cabalístico que implica reparar; como
la idea de tikún olam, cuyo
significado es la de reparar el mundo. Allí dónde la idea de meritocracia se impone
como la búsqueda de la salida individual, el
mesianismo no enseña que las condiciones de igualdad solo son alcanzadas si
cada uno de nosotros asume el carácter mesiánico de la vida: un esfuerzo individual
para un objetivo colectivo en el que el pasado es arrancado del pasado para
traerlo al presente; restaurarlo y repararlo para construir un presente mejor.
Orígenes le llamó apocatástasis,
una idea que se nos presenta como siendo la idea de un retorno de todas las
cosas a un estado anterior, para luego devolverlas al presente con fuerza, una
vez redimidas; rescatarlas del olvido al cual habían sido sometidas y así
construir un punto de partida distinto, novedoso.
7
El nombre propio
Esther Cohen refiere
en El Laberinto que el nombre propio
“es el molde que contiene el alma”, que el mismo se vincula con el futuro del
hombre, en el que está inscrito su destino, y que es una parte vital del
individuo. Del pensamiento místico al psicoanálisis, el discurso ha construido
buena parte de la subjetividad o más precisamente de la condición humana.
Dussel prefiere
hablarnos de la intersubjetividad que se construye en la vida en comunidad,
desplazando la centralidad del sujeto cartesiano, el “pienso luego existo” o el
“yo soy la cosa que piensa”.
Por eso Dussel
recuerda que Osiris, en El libro de los
muertos, pregunta al muerto qué hizo en su vida para merecer la
resurrección y este le contesta: “di de comer al hambriento, di de beber al
sediento, un abrigo al desnudo y una barca al peregrino”.
Según Dussel, en el
pensamiento semita el sujeto se constituye a partir de la unidad de la carne,
mientras que Descartes habría recibido las influencias del dualismo platónico
en el que la división mente y cuerpo olvida que la carne es la que sufre, tiene
sed o hambre. El yo, pensado como una abstracción, niega que el sujeto se
constituye en la interacción con el otro semejante desde el vientre materno.
Tenemos, entonces,
dos caminos: o aceptar la subjetividad individual, ajena a las interacciones de
la vida comunitaria, propia del pensamiento moderno liberal, o definitivamente
reconocernos como miembros de una comunidad de iguales en el que todo lo que
acontece debemos resolverlo a partir del bien común.
Política y
subjetividad, indefectiblemente, se encuentran y se cruzan.
En sof
Es aquello que no
tiene ningún algo. Un concepto de difícil comprensión, de dudosa aplicación
práctica. Tan complejo como el hos me,
de origen griego, en el que los acontecimientos ocurren, sin que ocurran. Todo
y nada al mismo tiempo. Un tiempo de aporías. El sueño borgeano de abarcar la
totalidad del universo en un solo concepto. Como en el Aleph (אָ), donde
podemos imaginar la posibilidad de que irrumpa en el tiempo lo eterno, lo
perdurable, aquello que no tiene ni principio ni fin, aquello que siempre
estuvo y que nunca fue originado.
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