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El tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, el tiempo que resta

 



Por Walter Barboza

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La experiencia temporal parece no tener rupturas. Se trata de un continuum al que le atribuimos, como si se tratara de un estado de naturaleza de las cosas, la sucesión de hechos que se encadenan unos tras otros en una interminable suceder. Ello, a simple vista, parecería contribuir a la resolución de los enigmas, dudas y dificultades de los hechos del pasado que nos son narrados. Sin embargo, lejos de contribuir a la tarea hermenéutica, una lectura en perspectiva teleológica no haría más que invitarnos a la tarea de compendiar cronológicamente los hechos de otrora, sin que ninguno en su singularidad pudiera cobrar relevancia para incidir en el curso de la historia.

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Acaso la idea del tiempo mesiánico pueda resultar atractiva para poder pensar aquello que, a los ojos de Foucault, podía presentarse como ruptura o discontinuidad. En sus investigaciones, el pensador francés no lo hacía con el ánimo de resolver enigmas o contribuir a impulsar procesos de transformación histórica, sino más bien para dar cuenta de los límites de la concepción de la historia según la había construido la mirada positivista.

El tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, el tiempo que resta, según la interpretación judeocristiana, o el uso que de esa noción misma hacen Walter Benjamin o Giorgio Agamben, se nutre de las tradiciones más arcaicas del pensamiento religioso, apelando al misticismo judío, o bien al cristianismo primitivo, como siendo una experiencia que interrumpe la monotonía del tiempo vacío.  

Rastros de esa idea como unidad de sentido, para dar cuenta del momento en el que los cambios deben ser profundamente estructurales y colectivos, se pueden hallar en las cartas de Paulo de Tarso en el nuevo testamento; porque Paulo de Tarso, al fin de cuentas, era un judío que hablaba con dificultades el griego, pero con el dominio de esta lengua, se supone la más refinada y compleja del mundo mediterráneo antiguo, repensó la relación del drama de la vida, el problema de la esclavitud y la idea de un reino mejor por venir, junto a la experiencia derivada de los libros sagrados.

 

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Aquel pensamiento mesiánico, referido a la llegada del tiempo de igualdad, continúa más vigente que nunca, en la medida en que las desigualdades y las miserias humanas se amplían y profundizan. La economía política de corte liberal ha puesto el énfasis en el sujeto individual, acaso como lo sugirieron Hobbes y Locke, promotores de la necesidad de diseñar instituciones para evitar que el hombre se convirtiera en el lobo del hombre. Pero ocurre que el lobo no mata o come al lobo, sólo lo ahuyenta para quedarse con la presa. Eso sólo ocurre con el hombre, sobre el que pesan los viejos estigmas del Bereshit, del origen, del comienzo, de las generaciones, cuando era nada y todo al mismo tiempo.

El viejo concepto del Tikún, es la palabra clave que se impone: reparación, redención, restitución, justicia social, de un mundo fracturado que reclama el tiempo de la redención.

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Sefer Yetzhirá

Rab Hanina y Rab Hoshaiah, creaban cada viernes un becerro de leche que luego comían durante el descanso de shabat.

Habían descubierto los misterios del lenguaje creador, luego de haber descifrado las combinaciones alfanuméricas del "Libro de la creación" o "Libro de las formaciones", con el que Dios, de quien se dice tendría por lo menos una docena de nombres sagrados, había creado el mundo.

Al parecer ese libro (Sefer Yetzirah), de difícil acceso por el hermetismo de su escritura y la complejidad de su gramática, sería la clave para descifrar los misterios de la estructura lingüística del universo. Algo de ese misticismo, quizás, se haya apoderado de L. Wittgenstein, cuando creyó, a comienzos del siglo XX, haber resuelto los problemas de la filosofía al declarar que sus planteos sólo eran el resultado de confusiones lingüísticas.

Sea como fuere, algo de eso deberíamos poner en práctica para intentar resolver los grandes desafíos que la vida diaria nos depara. Después de todo así lo entendía John Austin, cuando decía que “podemos hacer cosas con las palabras”. Es decir que de lo sagrado a lo profano podemos iniciar el camino en la búsqueda de los artilugios verbales que perdieron su potencia creadora, de las unidades semánticas que pueden dar cuenta de la estructura lingüística de las cosas o bien conformarnos con el simple hecho de nombrar sin sentido.  

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La escritura, la pérdida y la falta

Creo entender que fue Maurice Blanchot quien creía que toda escritura era una copia de un original que se había perdido. De ser así, quizás su tesis esté fundada en la idea de que el lenguaje tiene un carácter profundamente divino. Según parece, cuando Moisés recibió el decálogo tallado por el verbo de Dios, bajó del monte Sinaí para encontrarse con el pueblo hebreo. Allí, al pie de la montaña, halló a su comunidad adorando a un becerro de oro y enfurecido por la idolatría a la cual se habían entregado destruyó las tablas contra la imagen pagana. Quizás, por torpeza o impericia, el más importante de los profetas bíblicos, no había advertido a tiempo que esas tablas eran la única huella que Dios había dejado en su paso por esta dimensión.

Tal vez la destrucción de las tablas haya sido la primera pérdida de un original del que ahora carecemos. Entonces tiene sentido que la "falta" y la "pérdida" aparezcan como las marcas más fuertes que signan nuestras tradiciones culturales. Acaso porque nuestras vidas, al fin de cuentas, son el derrotero de la historia de una pérdida y una falta.

Sartre, desde su ateísmo militante, formulaba una idea bastante parecida pero situada en el polo opuesto. Ella expresaba: "la ausencia es la presencia de alguien que no está”.

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Redención y Meritocracia

Redención y meritocracia son dos conceptos contrapuestos. Con el segundo, muy en boga en el desarrollo de políticas de corte neoliberal, se sugiere que llega al final de una meta quien se esfuerza y hace méritos individuales por llegar. Si aceptamos este argumento, ello implicaría, para cualquiera de nosotros, la posibilidad de cumplir con los objetivos personales que nos trazamos para la vida.

Sin embargo, esta idea encierra una trampa: invisibiliza, oculta y desplaza del marco de nuestras expectativas, que el punto de partida para llegar de un lugar a otro no es el mismo para todos; no es el mismo lugar del cual salen los competidores en la sociedad de la meritocracia para llegar a la meta final, si es que existe una meta trazada para la vida.

Redención, por el contrario, es una noción que tiene un carácter y alcance colectivo, ya que desde la perspectiva teológica redimir es sinónimo de reparar, de restaurar, de devolver aquello de lo cual el sujeto ha sido enajenado: sus derechos, su memoria, el conjunto de sus posibilidades.

Redención es sinónimo de Tiqqún (tikún), concepto talmúdico y cabalístico que implica reparar; como la idea de tikún olam, cuyo significado es la de reparar el mundo.  Allí dónde la idea de meritocracia se impone como la búsqueda de la salida individual, el mesianismo no enseña que las condiciones de igualdad solo son alcanzadas si cada uno de nosotros asume el carácter mesiánico de la vida: un esfuerzo individual para un objetivo colectivo en el que el pasado es arrancado del pasado para traerlo al presente; restaurarlo y repararlo para construir un presente mejor.

Orígenes le llamó apocatástasis, una idea que se nos presenta como siendo la idea de un retorno de todas las cosas a un estado anterior, para luego devolverlas al presente con fuerza, una vez redimidas; rescatarlas del olvido al cual habían sido sometidas y así construir un punto de partida distinto, novedoso.  

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El nombre propio

Esther Cohen refiere en El Laberinto que el nombre propio “es el molde que contiene el alma”, que el mismo se vincula con el futuro del hombre, en el que está inscrito su destino, y que es una parte vital del individuo. Del pensamiento místico al psicoanálisis, el discurso ha construido buena parte de la subjetividad o más precisamente de la condición humana.

Dussel prefiere hablarnos de la intersubjetividad que se construye en la vida en comunidad, desplazando la centralidad del sujeto cartesiano, el “pienso luego existo” o el “yo soy la cosa que piensa”.

Por eso Dussel recuerda que Osiris, en El libro de los muertos, pregunta al muerto qué hizo en su vida para merecer la resurrección y este le contesta: “di de comer al hambriento, di de beber al sediento, un abrigo al desnudo y una barca al peregrino”.

Según Dussel, en el pensamiento semita el sujeto se constituye a partir de la unidad de la carne, mientras que Descartes habría recibido las influencias del dualismo platónico en el que la división mente y cuerpo olvida que la carne es la que sufre, tiene sed o hambre. El yo, pensado como una abstracción, niega que el sujeto se constituye en la interacción con el otro semejante desde el vientre materno.

Tenemos, entonces, dos caminos: o aceptar la subjetividad individual, ajena a las interacciones de la vida comunitaria, propia del pensamiento moderno liberal, o definitivamente reconocernos como miembros de una comunidad de iguales en el que todo lo que acontece debemos resolverlo a partir del bien común.

Política y subjetividad, indefectiblemente, se encuentran y se cruzan.  

En sof

Es aquello que no tiene ningún algo. Un concepto de difícil comprensión, de dudosa aplicación práctica. Tan complejo como el hos me, de origen griego, en el que los acontecimientos ocurren, sin que ocurran. Todo y nada al mismo tiempo. Un tiempo de aporías. El sueño borgeano de abarcar la totalidad del universo en un solo concepto. Como en el Aleph (אָ), donde podemos imaginar la posibilidad de que irrumpa en el tiempo lo eterno, lo perdurable, aquello que no tiene ni principio ni fin, aquello que siempre estuvo y que nunca fue originado.

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