Por Walter Barboza
Se llamaba José Fonseca, era artista callejero; de esos que
a diario podemos ver trabajando en los semáforos de los grandes centros
urbanos tratando de ganarse la vida a su modo. El arte callejero, no es
necesario aclararlo, no es un arte menor; hay horas de ensayo y entrenamiento,
e incluso establecimientos en los cuales los amantes de esta forma de expresión
se adiestran en los misterios del arte circense.
Fonseca murió electrocutado en enero de 2019, luego de recibir una descarga eléctrica de 25 mil voltios mientras viajaba colgado de una formación del Ferrocarril General Roca que venía de Mar del Plata hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Fonseca murió electrocutado en enero de 2019, luego de recibir una descarga eléctrica de 25 mil voltios mientras viajaba colgado de una formación del Ferrocarril General Roca que venía de Mar del Plata hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Se
había subido al techo del tren, después de haber hecho dedo infructuosamente
durante varias horas en la Ruta Nacional N° 2. Obviamente no tenían dinero para
pagar un pasaje, lo que motivó su intención de viajar sin pagar.
Pero
la decisión terminó en tragedia, cuando al llegar a la zona electrificada
Fonseca recibió una descarga que terminó por quemarle el ochenta por ciento de
su cuerpo.
La
muerte de Fonseca podría haber sido una más entre las tantas que ocurren a
diario, sino fuera por el debate subyacente que se puso en discusión en algunas
redes sociales. Es que de Fonseca se hicieron varías afirmaciones: que era un
“vago”, un “lumpen” sin trabajo, que “nadie lo había mandado a viajar en esas
condiciones”, que “por culpa de su accidente se había retrasado el viaje del
tren”, que “si murió era un menos en la lista de marginales que merecen la
muerte”. Hubo desprecio y celebración por la tragedia, y muy poco compadecer, lo
que invita a reflexionar sobre una de las tantas nociones que fuera motivo de
discusión y debate desde el mundo antiguo a esta parte: la muerte.
Así
como Sócrates iba por su vida indagando sobre las definiciones últimas acerca
de la idea de “justicia”, “verdad”, “virtud”, “saber” o “amor”, la muerte era
una definición que ameritaba consideraciones entre los hombres del mundo
antiguo. Hoy no se la piensa ni se la discute, la muerte no es más que el
acontecimiento último de nuestras vidas que se vive como una tragedia o bien
como el goce de quien se va de este mundo antes que cada uno de nosotros. Esta,
quizás, es la consecuencia menos deseada y pareciera ser el caso en la muerte
de Fonseca.
¿De
qué se regocijan algunas personas cuando alguien que no es de su agrado o
simpatía se muere? ¿Acaso celebran que esa persona que ha muerto, se murió
antes que ellos? ¿Acaso no son plenamente conscientes de que la única certeza
que tenemos es la de que nos vamos a morir algún día? ¿Hay alguna persona, de
las que esgrime ese tipo de comentaros funestos, que no haga algo todos los
días de su vida para aplazar la inminencia de la muerte?
El
ejercicio de reflexión es simple: nos levantamos todos los días y todos los
días nos alimentamos para no morir, bebemos agua para no perecer, descansamos
para eludir a la muerte y finalmente vamos al médico cuando nos sentimos
enfermos para aceptar sus prescripciones y prolongar así nuestra existencia
material.
Heidegger
sostiene en Ser y Tiempo que “somos
seres para la muerte” y deja entrever que asumir esa idea no cambia en nada la
estructura finita de nuestro ser, sino la forma en que el "ser ahí"
se vincula con su finitud y la asume. Esa asunción la relaciona con el modo en
que el "ser ahí" puede proyectar su existencia a partir de la conciencia
de la muerte y deja de interpretar a la muerte como un accidente que viene de afuera,
como mera contingencia, para verla como algo que viene de su ser mismo. En ese
sentido somos “seres ahí” a partir de la posibilidad de la muerte y es por eso
que la muerte no debe comprenderse como una parte que viene a agregarse al
"ser ahí" al final de su vida. Por el contrario, la muerte está en el
"ser ahí" desde que el ser es; y
está en el ser como una parte inmanente a su finitud.
Quizás
la mejor forma de evadir a la muerte sea el no pensar en su inminencia. En su
historia, el hombre ha intentado, a través de la narrativa y el mito, eludir
esa posibilidad y ha imaginado la posibilidad de hallar algún día la vida
eterna.
Y no es el caso de las doctrinas religiosas
como el cristianismo, sino de la literatura universal. En las intermitencias de la muerte, el escritor portugués, José
Saramago, narra la historia de un pueblo en el que se interrumpe la muerte y la
gente celebra por ello[1].
Jorge
Luis Borges, en su cuento El inmortal,
relata el periplo de Joseph Carthapilus, un anticuario que deja un manuscrito
en el que se detallan numerosos acontecimientos en los cuales los hombres
buscan el río secreto que purifica a los
hombres de la muerte y que se ubica rodeando a La ciudad de los Inmortales. El cuento está basado en el mito del
judío errante, que se supone es aquel judío que niega agua a Jesús en su camino
a la crucifixión y que por ello es condenado por Dios a vivir eternamente
vagando por el mundo[2].
Según
el pueblo sumerio, hacia el año 2750 a.C., en la región de Uruk (actualmente Irak)
habría vivido el ReyGilgamesh
conocido como el inmortal. Su figura se hizo famosa a partir de un poema asirio-babilónico,
en el que se relatan las peripecias del Rey
Gilgamesh por hacerse de la plata o árbol que da la vida eterna[3].
Con
algunos matices la fe religiosa acepta el paso de la vida a la muerte como una
instancia superior para la llegada al reino de los cielos y el ingreso a una
mejor vida. Aunque de acuerdo a la experiencia milagrosa, algunos hombres se habrían
hecho merecedores de no partir antes de que se cumpliera su tiempo en la
tierra.
Así,
el Antiguo Testamento da cuenta de la capacidad que tenían algunos profetas
para obrar milagros. Eliseo, relatado en el libro de Reyes, oró ante Dios por
la muerte de un niño y este volvió a vivir. Ya en el Nuevo Testamento, Jesús,
la figura más prominente del cristianismo, resucita a su amigo Lázaro de
Betania. Acaso el propio Jesús, quien se presentaba en el mundo antiguo como el
hijo de Dios, el mesías (en latín Christus), fue crucificado, muerto, sepultado
y al tercer día de su muerte resucitó.
Pero
no hay muertes meritorias, ni muertes injustas. No es mejor la muerte de individuo
que de otro. No es mejor la muerte del extinto presidente Néstor Kirchner, que
la de Franco Macri, o la de José Fonseca y el jugador de fútbol argentino
Emiliano Sala.
Sólo
en algunas culturas, el paso de la vida a la muerte se celebra en un reencuentro
anual en forma alegre y con algarabía. Ocurre los días 1 y 2 de noviembre y es
el resultado de un largo proceso de sincretismo cultural. En México, los vivos
creen que los muertos se ofenderían si viesen que en lugar de recordar a los
difuntos con alegría, se los traería al presente con pena y tristeza.
El
escritor mexicano, Juan Rulfo, retoma esa tradición en su novela Pedro Páramo. Su argumento es
temporalmente complejo y la narración va de la primera persona a la narración
omnisciente. Allí Pedro Preciado, en la búsqueda del paradero de su padre
(Pedro Páramo), dialoga con lo muertos con total naturalidad y sin que ello
altere el resultado de la historia. Por el contrario, esos diálogos se tornan
necesarios a los fines de la reconstrucción de su propia biografía[4].
En
la antigüedad Platón relacionaba el conocimiento con el retorno del alma al
cuerpo:
"Y ocurre
así que, siendo el alma inmortal, y habiendo nacido muchas veces y habiendo
visto tanto lo de aquí como lo del Hades y todas las cosas, no hay nada que no
tenga aprendido; con lo que no es de extrañar que también sobre la virtud y
sobre las demás cosas sea capaz ella de recordar lo que desde luego ya antes
sabía. Pues siendo, en efecto, la naturaleza entera homogénea, y habiéndolo
aprendido todo el alma, nada impide que quien recuerda una sola cosa (y a esto
llaman aprendizaje los hombres), descubra él mismo todas las demás, si es
hombre valeroso y no se cansa de investigar. Porque el investigar y el
aprender, por consiguiente, no son en absoluto otra cosa que reminiscencia”.
Para
Sócrates la muerte era una noción problemática a la cual no le podía atribuir
ningún valor, por la sencilla razón de que la experiencia de su propia muerte
le era ajena. Entonces, ¿cómo atribuir valor a una experiencia ajena a su
condición de viviente que habla?
En
la modernidad acaso son muy pocos los que se preocupan por la indagación de
estas cuestiones y más bien se diría que prefieren pensar, como escribía el
poeta uruguayo, Mario Benedetti, que “la muerte es una traición de Dios”, antes
que comprender que se trata de un proceso que forma parte de la vida y que no
es posible pensar una idea sin la otra. Vida y muerte como la contracara de la
misma moneda.
Quizás,
sea por la críptica proposición que Ludwig Wittgenstein dejara plasmada en el
parágrafo 6.431 de su TractatusLogicoPhilosophicus,
la que sentencia sin demasiados rodeos que “con la muerte, el mundo no cambia,
sino que cesa”[5].
[1]
Saramago José, Las intermitencias de la
muerte, Editorial Punto de Lectura, año 2006.
[2]
Borges Jorge Luis, El inmortal, El
Aleph, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1998.
[3]
Estrada Inés, La Epopeya de Gilgamesh,
Revista electrónica Los ojos de Hipatía,
dirección electrónica en el siguiente link: https://losojosdehipatia.com.es/cultura/historia/la-epopeya-de-gilgamesh/
[4]
Juan Rulfo, Pedro Páramo, Cátedra Letras Hispánicas, España, año 2004.
[5] Wittgenstein,
Ludwig, Tractatus logico-philosophicus, Alianza Editorial. España, 2007.
2 Comentarios
La muerte es un tema complicado y misterioso que pronto descubrire. Prometo imformar.
ResponderEliminargracias Ana Kika. Quedo a la espera del informe.
Eliminar