Por Walter Barboza
Cada
sociedad, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XVIII, ha
modelado su sistema de penas de acuerdo a sus necesidades. Juristas
de la talla de A. J. M. Servan (1737-1807) o teóricos del talante de
Beccaria (1738-1794), en sus perspectivas reformistas, nunca
propusieron el encierro en prisión como pena universal o definitiva
si no más bien un principio de racionalidad de las leyes.
Ello
motivo la discusión sobre la necesidad de elaborar modelos punitivos
muy distintos. Sobre esa idea surgieron tendencias diferenciadas:
algunas sociedades propusieron la “Ley de talión”, como castigo
equivalente al delito cometido y para equiparar su gravedad.
Lepelletier de Saint-Fargueau presentó una iniciativa de esta
naturaleza a la Asamblea Nacional de Francia (12 de mayo de 1791). Otras,
en cambio, establecían como modalidad el “sistema de esclavitud”
con el que inmovilizaban al sujeto para evitar que dañara a la
sociedad y para luego obligarlo a trabajar en beneficio de ella.
En todo
caso fueron modelos que formaron parte de otras modalidades y de
prácticas tales como el destierro, la deportación, la imposición
de una indemnización por el daño provocado, la exposición pública
del criminal por medio de marcas o amputaciones, o el encierro a
secas.
Pero hay
un modelo, que si bien no se impuso desde el punto de vista jurídico,
ha logrado un amplio alcance y cierta eficacia en las sociedades
contemporáneas: el de la “infamia”. Aquí hablamos de la
reacción espontánea de la sociedad frente a un hecho, con el que se
intenta operar sobre la opinión pública. “Se trata de una pena
que se ajusta al crimen sin la necesidad de un código, sin tener que
ser aplicada por un tribunal, sin riesgos de ser instrumentalizada
por un poder público” (M. Foucault). En este caso, el triunfo de
la legislación se fundamenta a partir del poder que tiene la
“opinión pública” para castigar los delitos.
Sin
embargo hay una diferencia sustancial: cuando la pena de la infamia
se propuso como modelo jurídico para la instrumentación de la
sanción punitiva, la misma contemplaba su revocación a través de
la habilitación pública. En las sociedades modernas, y con el
desarrollo de las nuevas tecnologías, la “infamia” se impuso
como práctica punitiva universal y sin poder de revocatoria. Sobre
el criminal, del cual muchas veces sólo hay sospechas que suelen ser
el producto de la imaginación de la opinión pública, recae todo el
poder del discurso colectivo. Los medios y las redes sociales, suelen
funcionar como mecanismo de reforzamiento del discurso de la
“infamia”. Una vez construido un enunciado, ya no hay
posibilidades de vuelta a atrás para el imputado.
Jorge
Luis Borges, a propósito de su libro “Historia universal de la
infamia”, también nos recuerda sobre la eficacia de este mecanismo
de castigo aplicado contra los irregulares. Sobre sus cuentos dijo:
“Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a
escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin
justificación estética alguna vez) ajenas historias”.
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